martes, 3 de abril de 2018

300 españoles en la batalla de Buda

Foto: La actual Budapest, testigo de esta batalla que ha caído en el olvido. (iStock) 


Tras sortear no pocas dificultades, hacia el año 1684, Europa lograría una gran alianza para combatir de forma decidida a los invasores turcos. El entero este llevaba bajo la dominación turca más de 200 años desde que en el año 1453 cayera Constantinopla causando enorme consternación. El temor radicaba en que los otomanos eran habituales de los zarpazos progresivos a la par que arrancaban vastos territorios en su deslizamiento hacia Occidente; incluyendo a su tierra madre Anatolia, incluyendo los territorios en Oriente Medio y la vieja Europa, ya abarcaban más de cinco millones de kilómetros cuadrados. Había que pasar a la acción…
En 1529, una coalición –quizás el primer euroejército de la historia–, infligió una severa derrota a un descomunal y sorprendido ejército turco, que en un opresivo y asfixiante asedio, estuvo a punto de hacer claudicar a los agotados defensores de la icónica Viena.

Tras años de retiradas y derrotas, hacia 1686, la alianza de los europeos de aquel tiempo enviaría tropas mercenarias y voluntarios hacia el este para contener las veleidades expansionistas de los otomanos; entre ellos, había un fuerte destacamento de oficiales y profesionales de la milicia de origen peninsular y con muchas tablas en las lides bélicas. Alrededor de 75.000 hombres de armas –ninguno bisoño en las lides de la guerra– procedentes de todos los rincones de Europa, se dirigían lentamente hacia Buda, el antiguo bastión romano a la sazón ocupado por los del turbante.
Buda, la parte antigua de Budapest, está situada en un estratégico promontorio a la derecha del Danubio en su discurrir hacia el Mar Negro. En la antigüedad, era el limes natural donde las últimas fortificaciones del Imperio Romano daban testimonio de civilización frente a la zona izquierda del río, tenebrosa y mortífera para quienes se atrevían a adentrarse en ella.
Pero para que se diera esta convergencia de circunstancias, hay que decir que el cabreo general de la Monarquía Hispánica respecto a los turcos venía de lejos. Ya entonces, el largo brazo de la Puerta Sublime había alterado totalmente el orden estratégico en el Mediterráneo y los piratas de la costa berberisca acosaban con una frecuencia inaceptable las costas del levante peninsular. Además, para mayor abundamiento, los moriscos de las Alpujarras, en su rebelión de 1568, habían causado una alarma inusitada en el flanco sur de Europa. Hasta que la reacción de la Santa Liga en Lepanto en 1571 puso las cosas en su sitio.
Más la presión turca no cesaría y su osadía iría a más. Todos los mercados de Oriente Medio se nutrían de esclavos capturados al este de Buda y Viena, el trasiego de mujeres era incesante en dirección a los burdeles de Estambul, Damasco y Oran, los niños que acababan en la guardia personal de jenízaros del sultán de turno tenían más suerte, la mano de obra capturada en las razias perecía exhausta de hambre y agotamiento en la profusa obra civil de la época… Había que parar esto.
Entonces, el emperador germánico y rey húngaro Leopoldo I de Habsburgo, por vía materna nieto de Felipe III de España, decidió coger su “fusíl”.

El 24 de junio, la guarnición turca antes las acometidas de los artilleros peninsulares se replegaría encerrándose en la ciudadela. La resistencia se suponía tremenda, pues hay que recordar que el sultán, por lo general, era muy generoso con sus soldados si estos triunfaban, pero en el recuerdo de las fuerzas turcas gravitaba todavía la ejecución sumaria de Kara Mustafá, el Gran Visir turco allá por el año 1683 tras la derrota en Viena ante fuerzas cristianas muy inferiores, y esto los asediados lo tenían muy en cuenta.
Un durísimo e inmisericorde bombardeo de 24 horas diarias durante un mes no ablandaría la resistencia turca pero si abriría un enorme boquete en las murallas de Buda que se iría agrandando paulatinamente hasta que sus dimensiones harían inevitable la entrada en tromba de las tropas de la coalición.
El 22 de julio, una lluvia de bombas incendiarias hizo estallar el polvorín turco causando una mortandad impresionante entre los jenízaros allá acantonados; en primera línea trescientos soldados de élite de la Monarquía Hispana, como fuerza de choque de referencia, aguardaban el brutal encontronazo.
El cambio de posición de la artillería sugerido por los maestres de campo españoles acabaría por arruinar las defensas turcas. En el tercer día de septiembre al amparo de una noche iluminada por múltiples incendios, se lanzaría el último asalto a la fortaleza de Buda que para entonces era un escenario dantesco donde el hedor de los miles de cadáveres abandonados a su suerte.
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Los primeros soldados en entrar fueron los españoles, que encabezaban el asalto debido a la buena fama y al renombre que tenían. En aquella época se daba enorme importancia al hecho de quiénes eran los primeros en entrar durante los crudos asaltos en el interior de cualquier fortificación. La fama y reputación de las gentes de los tercios durante el asedio a Buda no defraudaron.
Don Manuel Diego López de Zúñiga, el ‘Buen Duque’ y una pléyade de españoles –lo más granado del ejército imperial–, caerían por docenas, muertos o heridos, en aquel trágico asalto.

Esta batalla, una de las angulares de la historia de Europa y bastante desconocida, permitiría perfilar o esbozar los futuros límites geográficos del gran proyecto que es hoy. Ante el ímpetu de la ofensiva, el intocable antaño ejercito del este, tendría que recular en el año del Señor de 1699 tras firmar un oneroso tratado de paz en Karlowitz, en lo que hoy es la actual Serbia.
Con el tiempo, otros actores irían sustituyendo a la Monarquía Hispánica en el devenir de los siglos hasta configurar las actuales fronteras de este magno e inacabado proyecto de interpares. Para la historia quedaría este episodio olvidado de los trescientos. Hoy, los reivindicamos del olvido.

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