domingo, 20 de marzo de 2016

Corsarios, piratas, filibusteros y bucaneros.


Etimológicamente la palabra “pirata” viene de la griega peirates, con la que se calificaba a los espumadores o aventureros que intentaban suerte en el mar. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia señala que pirata es el “ladrón que anda robando en el mar”, y corsario “dícese del que manda una embarcación armada en corso con patente de su gobierno”. Corsario viene en realidad del latín “corsus” o carrera, porque es correr la mar. El mismo diccionario citado aclara que corso es la “Campaña que hacen por el mar los buques mercantes con patente de su gobierno para perseguir a los piratas o a las embarcaciones enemigas”. De esto parece deducirse que no hay pirata que ande robando por tierra, pese a que esto ocurrió. Peor resultan las definiciones de bucanero y filibustero. EL primero es calificado como “pirata que en los siglos XVII y XVIII se entregaba al saqueo de las posesiones españolas de ultramar” y el segundo como “nombre de ciertos piratas que por el siglo XVII infestaron el mar de las Antillas”. Los significados están cambiados, pues el bucanero era antillano mientras que el filibustero operaba tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico. Por otra parte el bucanero era propio del siglo XVII, y de su primera mitad, sucediéndole luego el filibustero durante la segunda mitad de dicha centuria y principios del siglo XVIII.


Bandera del capitán Barba Negra

Pirata era el que robaba por cuenta propia en el mar o en zonas costeras. Para Azcárraga, piratería era “aquella expedición armada o empresa por mar con un fin lucrativo y sin tener la autorización del Estado”. Su actuación indiscriminada contra todo tipo de navío mercante alteraba el comercio regular y motivaba su persecución por las naciones marítimas y sobre todo por las potencia hegemónicas, afectadas por el desorden marítimo. El mismo autor afirma que un elemento básico de la piratería consiste “en que debe amenazar la seguridad comercial general no tan sólo la de un país aislado o buque”. Resulta así que el pirata es enemigo de todo el comercio marítimo, porque se mueve exclusivamente por su afán de lucro, sin discriminar ningún pabellón nacional. En América los piratas atacaron principalmente las colonias portuguesas y españolas, pero lo hicieron porque eran las únicas que existían hasta mediados del siglo XVI, y luego porque fueron las más ricas durante el siglo XVII. Cuando las colonias inglesas fueron rentables, a comienzos del siglo XVIII, fueron igualmente objeto de sus depredaciones. Ahora bien, el pirata no era anti-español, sino apartida. Su bandera negra (o roja) era el símbolo de su libertad y la enarbolaba como oposición a los pabellones nacionales.
El corsario actuaba igual que el pirata, pero frecuentemente, no siempre, se amparaba en una ética. Esta ética procedía de la aplicación de la ley de Talión y era el derecho de represalia. La patente real que se le entregaba, legalizaba su misión por lo que, como señaló Azcárraga, “su participación en la guerra no podría ser considerada ni como un caso de piratería, ni como un acto de guerra privada”. El mismo autor añade que incluso es preciso admitir la existencia de un “corso general”, ejercido por todos los súbditos de un monarca contra los súbditos y propiedades de otro Estado beligerante (derecho de represalia), y un “corso particular”, que sería el que usualmente llamamos corso, practicado por algunos súbditos que solicitaban al soberano autorización para infringir daños al enemigo. La moral del corsario español se fundaba en recobrar los bienes de la corona o de sus compatriotas, y la de los corsarios extranjeros en romper el monopolio comercial impuesto por España. Azcárraga nos da una buena definición de la actividad corsaria con estas palabras: “empresa naval de un particular contra los enemigos de su Estado, realizada con el permiso y bajo la autoridad de la potencia beligerante, con el exclusivo objeto de causar pérdidas al comercio enemigo y entorpecer al neutral que se relacione con dichos enemigos”. Frecuentemente el corsario es un marino particular –no siempre- que ofrece sus servicios y su embarcación a un monarca –no tiene que ser necesariamente de su propio país- y comúnmente en tiempos de guerra, para integrar, con otros de su misma calidad, una especie de marina auxiliar de la nacional. Sus barcos son llamados igualmente corsarios, corsaires en francés, y privateers en inglés. El corsario incluso emplea la treta de enmascarar su navío de guerra como si fuera un mercante, para sorprender mejor a su presa.
El corsario acepta las leyes y usos de la guerra, observa las instrucciones de su monarca y ofrece una fianza, como garantía de que respetará el orden establecido. Su ejercicio profesional se limita a menudo por leyes u ordenanzas: Leyes de Pisa de 12889, de Génova en 1313 y 1316, acuerdos de la Liga Anseática de 1363, 1364 y 1382, los anglo-franceses de 1495 y 1597, el reglamento francés de corso de 1373 y las posteriores ordenanzas de corso de 1584 de Francia, 1597 y 1622 de Holanda, 1707 de Inglaterra, 1710 de Dinamarca, etc. La legislación española sobre el corso data de 1356 ( Ordenaciones de Pedro IV de Aragón) y de la normativa de los RR.CC. de 1480 sobre el quinto de las presas marítimas. Las primeras ordenanzas para el corso español en América son de 1674.
Un aspecto enmascarador de la actividad corsaria es la coyuntural impuesta por la guerra. Frecuentemente el corsario era un pirata que aceptaba servir a un soberano para atacar las naves de otro al que le había declarado la guerra. Teóricamente, era un pirata cuando atacaba las naves de un monarca que estuviera en paz con el suyo, tras un conflicto. Esto último era muy raro, aunque cuenta con un ejemplo tan elocuente como el de Walter Raleigh, que fue ahorcado precisamente por esto. Ahora bien, en una época en la que las comunicaciones marítimas eran difíciles, tales situaciones resultaban a veces sutiles y hasta injustas. Realmente eran muy escasos los corsarios que suspendía un ataque a un mercante cuando se enteraban de que su rey acababa de firmar un tratado de paz con la nación que amparaba a dicho mercante, aunque hubo algunos casos. Para terminar de complicar las cosas diremos que en América existían unos extraños corsarios franceses que sólo actuaban contra las posesiones españolas situadas al sur del Trópico de Cáncer y oeste del meridiano de las Azores. La paz de Vervins, acordada entre España y Francia, estipuló en un artículo secreto que tal armisticio no tendría validez en dicho espacio. Resultaba así que un aventurero francés con patente de corso era un honrado marinero que zarpaba de su país y llegaba al meridiano de las Azores, momento en el cual se transformaba en corsario. 
  
Bandera (Jolly Rogers) del capitán Jack Rackham

Azcárraga ha señalado las causas por las cuales un corsario podía ser considerado un auténtico pirata, que son las siguientes:
1) Cuando el barco pirata no posee patente.
2) Cuando continúa su actividad corsaria después que haya expirado el plazo que se le marcó en su patente, o si la guerra hubiera terminado, o si dicha patente le fuera retirada.
3) Cuando el corsario ha aceptado dos o más patentes de distintos beligerantes.
4) Cuando el corsario se apropia ilegal y directamente, en su beneficio propio, de barcos y cargamento.
5) Cuando el corsario acepta la patente de un Estado con la tajante prohibición a este respecto de su Gobierno (en este caso puede ser tratado como pirata incluso por su propio Estado, que le otorgó la primera patente).
6) Cuando el corsario viole las leyes del Derecho de Gentes y use un falso pabellón.
7) Cuando no presente voluntariamente su presa ante un Tribunal competente.
8) Por último, cuando el corsario haga su guerra en aguas fluviales del enemigo.
La sumisión de un corsario a un monarca se evidenciaba con la entrega de éste de una parte del botín. La comisión, en cualquier caso, convertía al monarca en socio y cómplice de las acciones de su corsario. Este carácter le convertía en hombre de negocios, a la par que marino. La soberana inglesa entregaba a sus corsarios notables algunos buques reales para aumentar la eficacia de sus golpes de mano, con lo que también incrementaba sus propios ingresos. El corso era así una actividad subvencionada por el Estado. Aún hay mas; muchos corsarios eran subvencionados por compañías comerciales, que les otorgaban las patentes y recibían luego parte de los botines logrados. El caso es bien conocido entre los corsarios holandeses de la Compañía de las Indias, pero también entre los de otros países. Hubo corsarios españoles de la Compañía Guipuzcoana, de Gobernadores indianos y hasta de algunos municipios (algunos corsarios daban parte de sus botines a los ayuntamientos que les amparaban). De aquí que fuera apoyados económicamente por burgueses e incluso por nobles. De ahí, también, que el corsario fuera considerado una figura heroica para su país. Si el pirata era un personaje romántico, porque luchaba contra el sistema, el corsario era, en cambio, clásico, porque combatía y defendía el orden existente.
Pese a todo lo dicho, el mimetismo entre pirata y corsario subsistió siempre. Quizá porque como anotó Azcárraga “todos los corsarios son piratas... y todos los piratas son o pretenden, por lo menos, corsarios”. El problema es aún mayor si tenemos en cuenta que, como dice el mismo autor “El Corso se practicaba tanto en tiempo de paz, como medida de represalia, como en tiempo de guerra”. Podía haber, como tanto, corsarios que atacaran los buques de otro país con el que no se había declarado la guerra, aunque sí, cierto grado de beligerancia tradicional. Inglaterra, Holanda y, en menor medida, Francia, emplearon durante el siglo XVI y primer cuarto del XVII unos corsarios que frecuentemente combatieron contra buques y poblaciones españolas en tiempos de paz. Para los españoles eran auténticos piratas, y se extrañaban cuando les aplicaban tal calificativo. Drake, por ejemplo, se encolerizó cuando se encontró en Cartagena de Indias una cédula de Felipe II a su gobernador advirtiéndole la posible llegada de un “pirata” inglés llamado Drake. Drake le dijo al obispo de la ciudad que él no era ningún pirata, pues había sido enviado por su reina, cosa que debía saber el monarca español, atribuyendo el “error” al “exceso de secretarios y a que los reyes no podían leer siempre lo que firmaban”. El obispo le replicó con ironía: “No venimos a estas averiguaciones, sino a tratar de lo que se ha de dar porque no se quemen la ciudad y sus templos”. Realmente Drake era un corsario que actuaba contra una nación, España, considerada enemiga suya, aunque no mediara un estado de declaración formal de guerra. Para colmo de males el insulto de “pirata” se lo prodigó el obispo cuando estaba exigiendo recibos por los tesoros que robaba, actitud típica de un corsario, inimaginable en la cabeza de un auténtico pirata, a quien no le interesaban justificantes de lo que hurtaba. Algo parecido ocurría con los corsarios holandeses, que difícilmente podían declarar la guerra a España, perteneciendo a la misma corona. Al menos, hasta que no se independizaron. Parece así que lo que caracteriza al corsario del pirata era la patente que recibía para poder ejercer la piratería en beneficio de una autoridad con la que convenía previamente un negocio. Este negocio era lo fundamental y discriminaba la forma de repartir los beneficios, siempre a crédito, y a veces la participación para equipamiento de la empresa. En cuanto a la autoridad que era extremadamente compleja, lo usual era que un soberano o un Estado (el holandés), pero también podía serlo una autoridad subordinada a ellos, como sus gobernadores o a una compañía comercial con respaldo gubernamental ( la Guipuzcoana española, la de las Indias Occidentales holandesa, etc) . Tal patente daba validez de la condición corsaria, independientemente de que su portador actuara contra posesiones de un rey enemigo, que era lo usual, o contra las de otro con el que no mediaba estado de guerra. El extraño caso del ahorcamiento de Raleigh por haber atacado un territorio español (La Guayana), después de haberse firmado la paz hispano-británica no debe tomarse como significativo de que un corsario no podía atacar los dominios de otro monarca cuando hubiera mediado un tratado de paz, sino más bien como desobediencia al monarca que le había dado instrucciones al otorgarle la patente. No se repitió jamás con los corsarios holandeses. Francia tampoco aplicó tal principio a sus corsarios del siglo XVI, cuando atacaron la Florida para cortar el tráfico español en el Canal de la Bahama. Menéndez de Avilés ahorcó a quienes lo hicieron sin que la Corona francesa reclamara por ello, quizá por el hecho de que eran hugonotes. Antes al contrario, le quitó un peso de encima. Podemos concluir así que el corsario se define y significa por la patente o amparo de una autoridad, generalmente real (no siempre), para realizar asaltos en el mar, sin que necesariamente realice tales asaltos contra bienes o posesiones de una nación enemiga de la autoridad que expide la patente, cosa sin embargo frecuente. Obviamente, el corsario está obligado a respetar los bienes y posesiones amparados por dicha autoridad que le protege y con la que comparte el botín depredado.
Los bucaneros fueron una creación exclusivamente americana. Tomaron su nombre de la palabra “bucan” o “boucan”, que parece ser de origen Karib –para otros historiadores es Arawak, lo que es más improbable- y se refería, a la forma que los indios (caribes) asaban la carne. En realidad la asaban y ahumaban a la vez, y con madera verde, mediante un ingenio que llamaban barbacoa. Bucan era así la acción de preparar la carne asada y ahumarla siguiendo un procedimiento indígena. Bucaneros eran quienes preparaban así la carne. Cazaban el ganado cimarrón, puercos y vacas salvajes, descuartizaban las presas, las asaban las ahumaban, y las vendían a quienes querían comprarlas; piratas por lo común, que merodeaban por sus latitudes. Los bucaneros aparecieron a partir de 1623 y se localizaron donde había más ganado cimarrón; la parte deshabitada de la isla Española. Más tarde se hicieron también piratas, pero siguieron utilizando el mismo gentilicio para designarse a sí mismos. Gosse dijo de una manera gráfica que “de matarifes de reses, se convirtieron en carniceros de hombres”. Se llamó así bucanero tanto al cazador de ganado salvaje, como al cazador que había abrazado la piratería. En cualquier caso el bucanero fue propio del Caribe y del segundo cuarto del siglo XVII. Al convertirse en aventurero del mar se comportó como un pirata, y de aquí que pueda incluirse también como parte del mismo filum.
Los filibusteros resultaron de la fusión de los bucaneros y los corsarios. Su nombre es igualmente de un origen confuso. Para algunos historiadores deriva de las palabras holandesas “Vrij Buitre”, que significan “el que captura el botín libremente”, traducidas al inglés como “free booter” y el francés como “flibustier”. Para otros viene de las palabras holandesas “vrie boot”, que se trasladarían al inglés como “fly boat” o “embarcación ligera”, ya que empleaban naves livianas de forma aflautada, lo que les permitía gran maniobrabilidad. Los filibusteros aparecieron a partir de 1630 y principalmente en la isla Tortuga. Jaeger afirma que el filibusterismo es un fenómeno exclusivo del Caribe y de medio siglo bien determinado: el transcurrido desde 1630 hasta 1680. El filibusterismo evolucionó con el tiempo y se amparó posteriormente en algunos países de Europa occidental, que los utilizaron en su pretensión colonialista. Les brindaron refugio y ayuda, a cambio de la cual se convirtieron en servirles a sus propósitos. Es por esto por lo que para Deschamps, el filibustero, sobre todo el tardío, era un pirata semidomesticado.
Tanto los bucaneros, como los filibusteros tempranos, carecieron de nacionalidad. Eran principalmente franceses e ingleses, pero no respetaban los buques de su país. Atacaban cualquier buque mercante –y esto lo equiparaba a auténticos piratas- pero preferentemente a los españoles, por ser los que transportaban cargas más valiosas. Las potencias enemigas de España decidieron atraérselos a su lado con objeto de que actuaran contra las naves peninsulares. Se convirtieron así en unos piratas con patente para asaltar posesiones y buques españoles, de lo que se deriva ese calificativo de piratas “domesticados” que les dio Deschamps. El hecho de que contaran con la colaboración inglesa, francesa y holandesa les permitió empresas de mayor envergadura que las realizadas por los bucaneros, que actuaron de forma independiente. Para León Vignols, sin embargo, no existe una verdadera sucesión temporal entre los bucaneros y los filibusteros, que fueron en su opinión, dos sociedades complementarias. Pasaban de un oficio a otro, según les convenía, un punto de vista poco aceptado, pese a todo. Resulta así que los bucaneros fueron los cazadores de ganado salvaje de la Española, y también fueron los piratas independientes del Caribe durante el segundo y tercer cuartos del siglo XVII, mientras los filibusteros, y sobre todo los tardíos, fueron empleados principalmente por las potencias europeas enemigas de España en el Atlántico y en el Pacífico durante la segunda mitad de la centuria.
Un aspecto poco estudiado, pero fundamental, es el relativo a los lugares donde toda la familia de piratas vendía sus botines, para proveerse de alimentos, bebida e implementos de combate. Para los auténticos piratas constituyó un verdadero quebradero de cabeza, ya que podían ser apresados y ahorcados en dichos puertos. Todo dependía de la codicia y de la moral de las autoridades de los puertos a los que arribaban, cosa siempre difícil de averiguar. Los corsarios no tenían tal problema, pues regresaban tranquilamente a sus bases en Europa, donde eran bien recibidos y hasta homenajeados. Allí exhibían y vendían sus botines y eran aprovisionados para nuevas acciones. Los bucaneros utilizaron para esto la isla de la Tortuga, una auténtica guarida para quienes carecían de toda ley, y los filibusteros tardíos los puertos de Jamaica y Saint Domingue, que eran puertos francos para todos los negocios ilegales. Mansvelt intentó construir una guarida filibustera en Santa Catalina o Providencia durante el tercer cuarto del siglo XVII, pero murió sin lograrlo. Más tarde surgieron otros “puertos libres” donde autoridades poco escrupulosas hacían la vista gorda a todo lo que se vendía en ellos, generalmente a cambio de comisiones. Las dificultades impuestas por el amparo de un puerto fiable impuso en el siglo XVIII la extraña costumbre de enterrar los botines en lugares ignotos, lo que dio origen a historias fabulosas, de todos conocidas.
Para terminar conviene aclarar que piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros son tipologías representativas de un oficio de ladrones del mar que tenía infinitos eslabones intermedios, imposibles de definir. Como ocurre frecuentemente, lo indefinido es más usual que lo definido, pues el hombre gusta de expresar su voluntarismo contra todo tipo de clasificaciones. Veremos así piratas semi-corsarios, corsarios semi-piratas, bucaneros semi-filibusteros, etc. Un ejemplo patente de estas variantes fueron los primitivos “mendigos” o “pordioseros” del mar, que eran corsarios con patente, pero sin patria, ya que la suya estaba ocupada por los españoles. Eran además corsarios especializados en atacar los mercantes del rey Felipe II, que teóricamente era su propio monarca. 

Fuente: “Piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros” de Manuel Lucena Salmoral.- Editorial Síntesis.

viernes, 4 de marzo de 2016