Este año se celebraron 924 años del discurso pronunciado por el papa
Urbano II en el concilio de Clermont de 1095 donde en una proclama
encendida y solemne llamó a los cristianos de occidente, ricos y pobres
por igual a marchar en asistencia de los peregrinos que sufrían
constantemente los ataques de las hordas musulmanas y que cada vez iban a
más. También se lanzaban a auxiliar a sus hermanos ortodoxos en
Bizancio
contra la amenaza de la expansión musulmana, la cual había comenzado décadas antes.
Es en 1071 en Mazinkert donde el Imperio Bizantino sufre una derrota
humillante a manos de los turcos selyúcidas, perdiendo el control de
prácticamente todo su territorio al este del estrecho de los Dardanelos.
Con su capital de Constantinopla directamente amenazada, la Ortodoxia
griega decidió ignorar sus diferencias dogmaticas y políticas con el
catolicismo romano y en marzo de 1095 llega a oídos de Urbano II su
pedido de ayuda.
Para este papa responder a dicho llamado es una oportunidad perfecta;
profundamente disgustado con la corrupción producida de la venta y
compra de cargos eclesiásticos así como de la administración de los
sacramentos, Urbano pregonaba un regreso a las raíces monásticas y
humildes de la cristiandad primitiva pero sin desviación doctrinal
alguna (a diferencia de algunas herejías que hacían llamados parecidos
para justificar sus despropósitos), el apoyo a las artes y el cuidado
de los pobres y enfermos. Esta leve desconexión con los valores
fundacionales
del Cristianismo es provocada en parte debido a los estrechos lazos que
muchos obispados tenían con el poder secular (léase los nobles
locales), en contraparte existia una corriente de reformismo a la cual
Urbano II estaba alineado, conocida entonces como las reformas
benedictinas, en nombre de la orden religiosa que las pregonaba.
Otro problema que la guerra santa ayudaría a resolver era el
conflicto interno, las luchas intestinas y eternas entre las nobleza
medieval era algo intolerable para Urbano, pues representaba una
violación de la Paz de Dios, que estipulaba el carácter piadoso de
aquellos que no participaran en conflictos contra sus hermanos, el
pueblo cristiano debía estar unido y redirigir toda su "agresividad"
contra un enemigo externo e infiel era una buena forma de canalizar
dicha belicosidad y frenar las luchas estériles dentro de Europa.
Esta lucha entre el poder clerical y el secular será parte de la
tónica del Concilio de Clermont, donde entre otras cosas Urbano II
excomulgará al rey Felipe I de Francia por casarse adúlteramente con una
mujer también casada. Pero su discurso final será un llamado a la “raza
de los francos” a luchar contra los musulmanes para recuperar Tierra
Santa (Jerusalén), la proclama ¡Deus Vult! (Dios lo quiere) será el
grito de batalla del papa a los cruzados, prometiendo el perdón divino
de los pecados:
“Que los que se hayan acostumbrado injustamente a librar una guerra
privada contra los fieles ahora vayan en contra de los infieles y
terminen con la victoria de esta guerra que se debería haber comenzado
hace mucho tiempo. Que aquellos que durante mucho tiempo, han sido
ladrones, ahora se conviertan en caballeros. Que aquellos que han estado
luchando contra sus hermanos y parientes ahora luchen de una manera
adecuada contra los bárbaros. Que aquellos que han estado sirviendo como
mercenarios para la pequeña paga ahora obtengan la recompensa eterna.
Que los que se han desgastado a ellos mismos en cuerpo y alma ahora
trabajan para un doble honor”.
Hoy por hoy, lo políticamente correcto es analizar las cruzadas como
guerras libradas más
por intereses políticos y económicos que por causas de la fe, algo muy
alejado de la realidad. Nadie puede negar su impulso
religioso,
especialmente en esta primera instancia, es genuino, por primera vez hay
un elemento común que une a los diversos elementos dispares de las
sociedades medievales europeas, en una era llena de conflictos como la transición
entre la Alta y Baja Edad Media, la búsqueda de un enemigo doctrinal
externo era posiblemente la mejor apuesta para lograrlo, aprovechando la
frágil situación por la que pasaban los peregrinos y Bizancio. Así fue
como la
era de las Cruzadas comenzó, una nueva etapa en la que los europeos
terminarían un largo proceso interno, conformándose un fuerte lazo de
unión entre los diversos pueblos europeos de la Cristiandad, para empezar a mirar hacia
afuera,
hacia lo foráneo y desconocido, como la tierra de la oportunidad para
el prestigio, la gloria y la absolución. ¿Podría
ser este el primer respiro del espíritu aventurero y defensivo que
Europa adoptará en siglos venideros? Seguramente, puesto que la historia
siempre tiende a repetirse. Las cruzadas en defensa de la Cristiandad
pese a la mala imagen que se le ha dado en los últimos siglos por parte
de los enemigos de la Iglesia y a veces incluso por parte de algunos cristianos movidos por la
ignorancia y la ingenuidad (o por esa más que dañina "adaptación a los tiempos" que tanto les gusta a algunos para su comodidad) sirvieron para unir Europa más que nunca,
así como para alcanzar un alto nivel espiritual que se hacía patente en
todos los estratos sociales.