Tras la muerte de Leovigildo en abril de 586, su hijo Recaredo (Reikareiks),
asociado al trono varios años antes, regresó desde Septimania a Toledo
para ser proclamado rey por los nobles en una innovadora ceremonia al
estilo bizantino. Se trataba de la segunda sucesión pacífica dentro de
la misma familia, un hito de estabilidad no visto en 100 años entre los
godos. Heredó de su padre un reino unido, fuerte, con el tesoro público
saneado, y con una sociedad dividida en godos dominadores e
hispanorromanos dominados en vías de fusionarse, tras la abolición hecha
por Leovigildo de la ley que prohibía los matrimonios mixtos.
Únicamente persistía la separación religiosa, que ya afectaba a los
propios godos, divididos entre los tradicionalistas arrianos y los cada
vez más numerosos conversos al catolicismo.
El gobierno de Recaredo se apoyó en varios nombres clave: de su padre había heredado una incipiente corte o cubiculum,
copiada de la imperial, cuya cabeza era el duque Argimundo, estrecho
colaborador de Leovigildo. Recaredo buscó como consejera a su madrastra
Godsuinta, la reina viuda, de gran peso por sus relaciones familiares
tanto dentro de la nobleza goda como con los reyes francos, con los que
había emparentado. Más significativo es el apoyo que Recaredo tuvo en el
duque de la provincia Lusitania, llamado Claudio. Este personaje supone
un cierto misterio histórico. El nombre es romano, y los germanos jamás
ponían a sus hijos nombres romanos. Existen dos hipótesis: una supone
que en efecto el duque era hispanorromano, lo cual constituiría un caso
absolutamente extraordinario de nombrar a un hispano para un cargo
administrativo militar (un romano solo podía ostentar cargos civiles con
autoridad exclusiva sobre romanos, nunca sobre godos). La otra
hipótesis sugiere que Claudio se trataba de un godo que (como era
costumbre en aquellos años) al convertirse al catolicismo había cambiado
su nombre por uno romano. Esto elimina la anomalía de nombrar a un
romano para un cargo militar, pero es fuertemente sugestiva de novedades
sustanciales en el reino: con Leovigildo, los godos católicos habían
sido perseguidos. Ahora, uno de ellos se convertía en la mano derecha
del rey.
Durante su reinado, Recaredo siempre honró la memoria de su padre,
pero es evidente que no compartía todas sus acciones. La primera
decisión que tomó fue el arresto y ejecución de Sisberto, el carcelero
que había degollado a su hermano mayor Hermenegildo un año atrás.
Siguiendo la política de Leovigildo en sus últimas disposiciones, anuló
los castigos a los católicos: el monje Juan de Biclaro vio levantado su
destierro en Barcelona y regresó a su monasterio, y al obispo de
Sevilla, Leandro, se le permitió regresar de Constantinopla (ciertamente
hay un debate al respecto, pues algunos opinan que ya regresó en los
últimos meses de Leovigildo).
No obstante, el primer asunto que hubo de atender fue la guerra en
curso que los francos tenían declarada al reino desde 585. De hecho,
durante su viaje primaveral a Toledo para su coronación, el duque franco
de Aquitania Desiderio (teóricamente vasallo del rey franco de
Neustria, pero en la práctica independiente), había tratado de
aprovechar su ausencia para tomar la ciudad de Carcasona. Tras derrotar
inicialmente a los defensores, había fracasado en el asalto a las
murallas, hallando la muerte y siendo puestas en fuga sus tropas. Por
consejo de su madrastra Godsuinta, Recaredo envió embajadores a los
reyes francos demandando la paz. La embajada a Austrasia encontró eco
favorable en la regente Brunequilda, hija de Godsuinta, que gobernaba en
nombre de su hijo de 11 años, Childeberto II, y consintió en firmar la
tregua con el nuevo rey godo (sin duda, la ejecución de Sisberto había
sido buena prueba de la buena voluntad de Recaredo para hacer justicia).
Pero en Borgoña los propósitos de paz fracasaron. Tal vez sea
comprensible en cierto modo: el rey Gontrán, primogénito de Clotario y
nieto del gran Clodoveo, había sido derrotado y capturado en la
desastrosa expedición que su padre y su tío habían dirigido contra el
valle del Ebro en el año 541, sufriendo la humillación de pagar rescate a
los godos por su liberación; había visto a su tía Clotilde morir por
los maltratos de su esposo godo, a su sobrina Ingunda padecer
persecución y morir en el destierro por sus suegros godos. El rey de
Borgoña albergaba demasiado rencor personal y se negó a recibir a los
embajadores de Recaredo, cerrando la frontera entre su reino y la
provincia septimania. En represalia, los visigodos llevaron a cabo
varias expediciones punitivas en el bajo Ródano.
Entre finales de 586 y principios de 587 podemos situar el camino de
conversión personal de Recaredo al catolicismo. Es imposible saber con
precisión cuando sintió el príncipe vacilar sus convicciones arrianas.
Al igual que en el caso de Constantino, el cálculo político y la fe
personal pesaron en una proporción cuyo alcance es difícil de calibrar.
Si bien Recaredo arriesgó menos que aquel emperador al modificar la
situación religiosa del reino, no es menos cierto que en su vida
personal fue mucho más piadoso y ejemplar. La primera noticia cierta que
tenemos data de enero de 587, cuando convocó un encuentro con los
obispos arrianos del reino (con la autoridad que le proporcionaba ser la
cabeza religiosa de la iglesia arriana en Hispania), en la que les
propuso que se reunieran con los obispos católicos para hallar la
verdadera fe. El rey estaba preocupado por la división religiosa del
reino, y la debilidad que acarreaba. Los arrianos aceptaron, y tuvo
lugar un inusual sínodo a finales del mes, en el que obispos arrianos y
católicos debatieron. Desconocemos en profundidad cómo se desarrollaron
las discusiones, pero sí sabemos un detalle revelador: el rey intervino
para recordar que en tiempos de su padre un obispo arriano había
fracasado al tratar de curar a un ciego, y que no se conocía ningún
milagro obrado por obispos arrianos, mientras abundaban los atribuidos a
católicos. Era evidente que Recaredo había comenzado a modificar su
postura, y la mayoría de los obispos arrianos abandonaron el sínodo sin
querer abjurar de su fe. En febrero de 587, se reunió discretamente con
varios obispos católicos (entre ellos Leandro de Sevilla) y les declaró
su convencimiento de la verdad del catolicismo, siendo ungido en el
mismo acto con el crisma santo y bautizado en la fe católica.
Un rey visigodo, por primera vez en la historia, se había convertido
al catolicismo de los romanos. Aunque la conversión fuese puramente
personal, era impensable que eso no tuviese consecuencias en una iglesia
nacional y regalista como la arriana, y aunque fuese secreta, no tardó
mucho tiempo en ser conocida, pues el abandono del rey de los cultos
arrianos, de los que era presidente, no podía pasar inadvertido. En
abril del mismo año se hizo notoria, cuando el rey ordenó que la iglesia
de Santa María, la más importante de Toledo, fuese confiscada a los
arrianos, consagrada en católico y entregada al metropolitano de la
capital, como nueva sede. En la corte comenzaron a producirse
conversiones oficiales en cadena, comenzando por la reina viuda,
Godsuinta, y el obispo arriano de Toledo, Uldila.
El resto del año 587 lo dedicó Recaredo a la diplomacia con los
francos. Tras el fracaso del primer intento de matrimonio con la
princesa Ringhuntis de Neustria en 584, había tenido un hijo ilegítimo
ese mismo año, al que puso por nombre Liuva. Aprovechando sin demora su
flamante posición como monarca católico, envió ahora una nueva embajada a
Austrasia, que ofreció a Brunequilda y Childeberto II sellar una
alianza por medio de su matrimonio con Clodosinda, hermana menor de la
infortunada Ingunda y del joven rey franco, ofreciendo su conversión
religiosa y 10.000 sueldos de oro como garantía. Probablemente también
hizo entrega de las ciudades de Juvignac y Corneilhan, pertenecientes a
Septimania y que por esta época pasaron a dominio franco. Madre e hijo
aceptaron la alianza, el dinero, las ciudades y las explicaciones de
Recaredo, proclamando solemnemente que el rey godo no tenía culpa alguna
de la muerte en cautiverio de Ingunda y el asesinato de su esposo. En
cuanto a la mano de Clodosinda, adoptaron una actitud menos
colaboradora, remitiendo a los embajadores a la decisión del rey de
Borgoña que había apadrinado a su sobrino austrasiano. Eso era tanto
como decir que no, pues Gontrán de inmediato se opuso al acuerdo
matrimonial. Su odio era muy profundo, y no se conmovía con el bautismo
del rey godo. El matrimonio con Clodosinda jamás tuvo lugar, y Recaredo
se casó poco después con una noble visigoda llamada Baddo, de la que no
tendría descendencia.
Si el rey pensaba que sus únicos problemas iban a venir de Borgoña,
estaba muy equivocado. La aparente docilidad con la que los godos
arrianos habían aceptado el nuevo estado de cosas era engañosa. A
principios de 588, Sunna, el obispo arriano de Mérida, la capital de
Lusitania, urdió una conjura de amplio alcance entre los godos de la
provincia, tanto arrianos como algunos que habíanse convertido al
catolicismo y que abjuraron en secreto. Incluía a varios condes
ciudadanos, entre los que conocemos los nombres de Vagrila, Viterico y
Segga (probablemente el conde de la capital provincial), el cual sería
proclamado rey y restauraría el arrianismo. El plan era que Viterico
asesinara al obispo católico Masona (que había sufrido persecución bajo
Leovigildo) y al duque de Lusitania Claudio, el consejero militar del
rey; otros conjurados prepararon el asesinato de las autoridades
hispanorromanas de Mérida en la Pascua, mientras se dirigían en
procesión desde la ciudad hasta la basílica de santa Eulalia extramuros,
escondiendo las espadas en carros de trigo. El conde Viterico se
presentó ante el duque Claudio y delató toda la trama. Fueron capturados
todos los cabecillas, salvo Vagrila, que se acogió a sagrado en la
iglesia de santa Eulalia. Los conjurados fueron enviados a Toledo: al
cabecilla Segga se le aplicó el castigo de los usurpadores, amputándole
las manos (igual que a los ladrones) y desterrándolo a Galicia. A Sunna,
el rey le prometió un obispado en otra provincia si se convertía al
catolicismo, pero el prelado rechazó la oferta, contestando con orgullo
que estaba dispuesto a morir por el arrianismo. Es inevitable que acuda a
nuestro recuerdo el caso exacto, pero opuesto, de Leovigildo con
Masona, que también rechazó el premio a cambio de la abjuración. Sunna
se exilió en Mauritania, donde se dice que hizo muchas conversiones al
arrianismo antes de morir. Claudio preguntó al rey qué hacer con el
refugiado Vagrila, y este ordenó la entrega del traidor y su familia
como esclavos, y todos sus bienes, a la iglesia de Mérida. El compasivo
obispo Masona, no obstante, le puso en libertad generosamente
devolviéndole todos sus bienes sin más penitencia que una muy curiosa y
simbólica: correr un trecho delante del caballo del diácono Redempto.
Las iglesias y sus bienes que Leovigildo había incautado en 582 a los
católicos para entregarlas a los arrianos, fueron ahora devueltas.
Pero esta no era la única conjura en curso en el año 588: en
Septimania el obispo arriano de Narbona, Atahaloc, y los condes
ciudadanos Granista y Wildigerno prepararon una rebelión para destronar a
Recaredo y restaurar el arrianismo. Mas prudentes que los emeritenses,
se pusieron en contacto secretamente con el rey Gontrán de Borgoña, el
cual les garantizó su ayuda. Podemos ver aquí lo relativo de la causa
religiosa en las querellas de este siglo: un rey católico auxiliando a
unos rebeldes arrianos contra su legítimo y católico rey. Mientras
dejamos a estos conspiradores preparando su acción, nos trasladamos a
Toledo, donde Recaredo se llevó un susto de consideración, al
descubrirse una nueva conjura, esta vez dentro de su propia corte, a
principios de 589: nada menos que su madrastra Godsuinta y el obispo
Uldila, que planeaban destronarle. Aunque en este caso no hay constancia
expresa, parece que de nuevo la restauración del arrianismo era el
motivo principal, pues aprentemente ambos habían abjurado en secreto de
su reciente conversión pública. La anciana Godsuinta murió de forma
natural al poco de descubrirse la conjura. La ferviente arriana había
sido una figura fundamental en la historia del reino los últimos 30
años: esposa del rey Atanagildo, al que dio dos hijas que se
convirtieron en reinas de Neustria y Austrasia (la menor, Brunequilda
fue figura importantísima en la historia de los reinos francos);
enlazada en segundas nupcias con el rey Leovigildo, con quién formó
equipo inseparable, casó a su hijastro Hermenegildo con su nieta
Ingunda, a la cual maltrató por no convertirse al arrianismo, provocando
en cierto modo la guerra civil que siguió. Consejera de su otro
hijastro Recaredo, concluyó su agitada vida tras ser detenida y
procesada por traición. En cuanto a Uldila, fue desterrado a una
provincia desconocida.
Agobiado por la agitación que su nueva profesión religiosa estaba
produciendo en todos los visigodos del reino, Recaredo decidió acelerar
el proceso, convocando un sínodo que sellara la conversión general de
toda la nación goda (en virtud de su autoridad real) a la fe católica.
El 5 de mayo de 589 derogó la ley que prohibía los concilios católicos, y
solo 3 días después presidió en persona la apertura del III Concilio
general de Toledo, el más trascendental de todos los concilios
toledanos. A él asistieron todos los obispos católicos, mas los arrianos
abjurados, así como muchos nobles godos, entre ellos todos los miembros
del aula regia (la corte). La dirección eclesiástica corrió
nominalmente a cargo del veterano perseguido Masona de Mérida, pero fue
Leandro de Sevilla (el auténtico fatuor de la conversión de la familia
real) el alma del mismo, auxiliado por Eutropio, abad de Servitanum
(cerca de Játiva). El rey entregó un tomo al concilio para su lectura.
En él, “declara anatema las enseñanzas de Arrio, Macedonio, Nestorio,
Eutiques y demás heresiarcas condenados, y reconoce como verdadera la
doctrina de los concilios de Nicea, Calcedonia, Éfeso y Constantinopla”.
También recordaba que había llevado a la fe a la nación de los godos y a
la de los suevos (oficialmente arrianos de nuevo tras la conquista de
su reino por Leovigildo 4 años atrás). Los obispos prorrumpieron en
aclamaciones y acciones de Gracias a Dios. El rey se levantó y condenó
las herejías, confirmando todos los artículos del credo católico. A
continuación repitió sus palabras la reina Baddo, y después los 8
obispos arrianos abjurados, los sacerdotes y los magnates godos. Todos
ellos firmaron los 23 artículos de condena de cada una de las
afirmaciones heréticas arrianas. Políticamente, esta conversión de iure
de toda la nación goda al catolicismo, tuvo una importancia difícil de
exagerar. En la práctica, significaba la entrada del reino en el
conjunto de naciones de la Cristiandad, sujeta en lo doctrinal a las
enseñanzas de los concilios ecuménicos y a la autoridad del obispo de
Roma. En lo material suponía, sencillamente, que godos e hispanorromanos
ya no estaban separados por ningún obstáculo, y desde ese momento,
constituían un solo pueblo. Había nacido el reino católico de España.
Aparte de esta fundamental acción política, el concilio trató de
muchos temas disciplinares, y los mismos padres conciliares reconocieron
cuánto daño había hecho a la Iglesia la prohibición de realizar
concilios durante casi 40 años: se ordenó la separación a los sacerdotes
que conservaban su mujer tras el ordenamiento (incluyendo los arrianos,
entre los que era práctica habitual), se excomulgaba a los que casaran
forzadamente a solteras o viudas que hubiesen tomado votos, se prohibía
las demandas entre clérigos ante los tribunales civiles, se amonestó a
los obispos injustos con sus sacerdotes, se estimuló a desterrar la
idolatría y las prácticas mágicas que todavía persistían, se castigó
duramente el infanticidio, se prohibieron los cantos y danzas paganos en
los oficios divinos o las celebraciones de santos, etc. También se
tomaron disposiciones para evitar que los judíos poseyesen esclavos
cristianos, ordenándoles venderlos a cristianos o liberarlos.
Vale la pena recordar otras dos normas de trascendencia ulterior. El
concilio mandó que en la misa se dijera el símbolo confesado por el rey y
los abjurados, y cuyo probable inspirador fuerse el obispo Leandro,
basándose en el símbolo niceno, con lo que la Iglesia en España fue la
primera en introducir el Credo en el canon. Por otra parte, el rey
encargó directamente a los obispos la supervisión de algunas tareas de
la administración civil: los jueces e inspectores del tesoro debían
presentarse ante los obispos para ser aleccionados acerca de cómo tratar
al pueblo y no cargarle impuestos injustos. No solo eso, sino que el
obispo debía notificar al rey las irregularidades cometidas por los
funcionarios, o pagar el desfalco de su propio peculio. Es una insólita
ley sin precedentes, que convertía a los consagrados en parte del
entramado civil, empleando su prestigio, su formación y su probidad en
beneficio de la administración pública. Conservamos un documento de 592
en el que los obispos de la provincia Tarraconense supervisan y dan su
aprobación a los precios fijados por los funcionarios del tesoro al pago
del trigo y la cebada. Recaredo mostraba abiertamente su mayor
confianza en los eclesiásticos que en sus propios subalternos, emitiendo
un “edicto de confirmación del Concilio” al estilo de los emperadores
orientales, por el que todas las disposiciones del mismo adquirían rango
de ley, imponiendo penas de confiscación y destierro a los que las
desobedeciesen. Era el fin oficial de la iglesia arriana nacional goda, y
el nacimiento del cesaropapismo católico en el reino hispano. Desde ese
momento todos los concilios católicos generales fueron confirmados por
edictos reales, era sólo cuestión de tiempo que se convirtieran en los
mecanismos de legislación y gobierno del nuevo reino.
Al concluir el concilio, Leandro de Sevilla escribió una jubilosa
carta al obispo de Roma, sede ocupada ese mismo año por Gregorio Magno
(con quién había hecho amistad cuando ambos residían en Constantinopla),
informándole de los resultados del mismo. Aplicando de forma inmediata
las disposiciones del concilio, todas las iglesias y posesiones arrianas
fueron otorgadas a la Iglesia católica, y los arrianos que se negaron a
abjurar, apartados de los cargos públicos. Una consecuencia indeseable
(al menos para el historiador), fue la quema de todos los libros
litúrgicos arrianos por orden real. Ninguno de ellos ha llegado hasta
nuestros días, y solo conocemos la biblia gótica de Ulfilas (empleada
por todos los arrianos) por copias conservadas en Escandinavia. De ese
modo, nuestro conocimiento de la iglesia arriana es escaso y
fragmentario.
La primera contestación a los resultados del concilio llegó de
Septimania, irónicamente por medio de un enemigo católico, donde los
conjurados a los que antes aludíamos guiaron a un poderoso ejército de
francos, aquitanos y borgoñones, comandado por el duque Boso, de entre
7.000 y 10.000 hombres (algun autor habla hasta de 50.000) enviado a la
provincia por el rey Gontrán en verano de 589. El conde Wildigerno abrió
las puertas de Carcasona a la columna comandada por el noble franco
Austrovaldo. Recaredo, ante la gravedad de la situación, puso al
ejército real al mando de su general de confianza, el duque de
Lusitania, Claudio. Llegado a la región, y conociendo su gran
inferioridad numérica, Claudio ideó una estratagema: se acercó con una
fuerza casi ridícula (unos 300 hombres) a las proximidades de Carcasona.
Boso salió con todo su ejército y Claudio simuló huir, siendo
perseguido hasta un pequeño valle junto al río Aude, donde tuvo lugar la
batalla. Allí los francos fueron sorprendidos por la espalda por el
grueso del ejército godo, que les aguardaba escondido, y sufrieron una
espantosa derrota. Murieron 5000 de ellos y los godos triunfantes, en su
persecución, capturaron otros 2000 y saquearon su campamento. El obispo
arriano Athaloc murió al poco de forma natural, y se desconoce como
acabaron los traidores condes Wildigerno y Granista.
Fue el último fracaso del rencoroso Gontrán de Borgoña, que murió en 592
sin haber podido ejecutar su venganza contra los godos, antes sufriendo
derrota tras derrota. Sin hijos que le sobrevivieran, su reino pasó a
su sobrino Childeberto II de Austrasia.
Sobre esta batalla escribiría unos años más tarde el hermano menor del
obispo Leandro de Sevilla, Isidoro, llamado a ser uno de los más grandes
eruditos de la alta edad media en la Cristiandad, que contaba entonces
unos 33 años, en estos términos: “Ninguna victoria de los godos fue
mayor, siquiera igual, a esta”. Se puede decir que con la victoria de
Aude Recaredo y Claudio se desquitaron con 82 años de retraso de la
jornada de Vouillé.
A finales de ese mismo año de 589 se celebraron dos concilios
provinciales, uno de la Bética en Sevilla (iglesia del Sagrado
Jerusalén), y otro de la Septimania en Narbona, dedicados íntegramente a
combatir la simonía, el abarraganamiento de los clérigos y la
persistencia de prácticas idolátricas en el pueblo. El levantamiento de
la prohibición de la convocatoria de concilios supuso un alivio enorme
para la Iglesia española, muy necesitada de acabar con los abusos
establecidos e impulsar de nuevo la acción pastoral.
Todavía tendría Recaredo en 590 que preocuparse de una nueva conjura contra su trono, esta vez en la propia aula regia, encabezada nada menos que por el comes cubiculorum
Argimundo. Una vez desenmascarada, Argimundo sufrió la amputación de su
mano derecha y la decalvación, y la corte fue depurada de
conspiradores. En este caso, parece que no existía motivación religiosa,
y se trató simplemente de una usurpación de poder.
Ese año concluye la crónica de Juan de Biclaro, la fuente
contemporánea más completa y rigurosa para concer los reinados de
Leovigildo y Recaredo. Una lástima porque a partir de este momento
apenas sabemos nada del reinado de Recaredo, el cual, en cualquier caso,
parece haber conocido una época de gran estabilidad, tras los
ajetreados primeros años.
Principalmente conservamos registros epistolares, que nos revelan a un
rey profundamente piadoso. En 590 envió varios abades portando regalos y
la noticia de su conversión al catolicismo al papa Gregorio.
Desafortunadamente, su nave naufragó cerca de Marsella, y a duras penas
lograron salvarse, regresando a la corte. Enterado Recaredo de que un
emisario papal estaba en Málaga (entonces en poder de los bizantinos),
le hizo llegar un cáliz de oro con una gema engastada como regalo para
el pontífice. En abril de 591, el papa envió dos cartas: una a Leandro
de Sevilla, caudillo espiritual de la Iglesia en España, en la que
(además de recomendar la inmersión bautismal simple para los conversos
del arrianismo) felicitaba al obispo por su labor catequética junto al
rey, recomendándole que se asegurase de la buena formación del monarca, y
de que no se desviara del camino emprendido. La otra carta que le
acompañaba estba dirigida a Recaredo, calificando su conversión de
milagrosa, y bendiciéndole por haber “salvado a todo un pueblo”, en
alusión a los godos. A la vuelta de este mensaje, el rey católico envió a
Roma 300 vestidos nuevos para los pobres de San Pedro. Gregorio declaró
mártir a Hermenegildo en 594, sin duda con la complacencia de su
hermano menor, y en en 597 redimió a 4 esclavos cristianos vendidos por
los francos a un judío de Narbona. La correspondencia entre ambos
protagonistas todavía tendría un último capítulo en 599, cuando el papa
escribió a Recaredo reiterando sus bendiciones, con mayor entusiasmo,
dado que el paso del tiempo había confirmado la firmeza del rey en su
conversión y la de los godos, y felicitándole por rechazar una gran suma
de dinero que varios judíos ricos le habían ofrecido para derogar la
ley que les prohibía tener esclavos cristianos o convertirlos al
judaísmo.
En los años del reinado de Recaredo se convocaron varios concilios
provinciales más (Zaragoza 592, Toledo 597, Huesca 598, Barcelona 599),
todos discilpinarios, que muestran el vigor que la Iglesia recuperó (e
incluso incrementó) con el tandem de gobierno formado por Recaredo y el
obispo Leandro. El rey multiplicó iniciativas piadosas: fundó en 593 el
monasterio de Silos, dedicado a Santa María y san Sebastián, se preocupó
personalmente del caso de Tarra, un monje expulsado de su monasterio de
Cauliana (cerca de Mérida) acusado de inmoralidad, y donó una corona
votiva hecha de fina orfebrería al monasterio del Bienaventurado Félix
en Gerona. También continuó y completó el Codex Revisus, el nuevo
corpus legislativo iniciado por su padre para corregir y actualizar el
antiguo código de Eurico. Sus tres nuevos cuerpos de leyes, por primera
vez, afectaban tanto a godos como a romanos.
Tras diez años de paz, prosperidad y florecimiento de la Iglesia
católica, Leandro murió a finales de 599 o principios de 600, siendo
sucedido en la silla de Sevilla por su hermano Isidoro. Había hecho
mucho por la conversión de la familia real y la nación goda al
catolicismo. Recaredo no tardó en seguirle, falleciendo de muerte
natural en diciembre de 601, en Toledo. Era el tercer monarca sucesivo
del mismo linaje (con lo que suponía en aquella época de estabilidad
para un reino siempre convulso), y el cuarto consecutivo que moría
pacíficamente. Su obra fue capital para comprender la naturaleza del
definitivo reino visigodo y, a la postre (dada su influencia en la edad
media cristiana), de la propia España. Su conversión personal y la
subsiguiente de todo el pueblo godo al catolicismo supuso la creación de
una nueva nación, en la que godos y romanos, ahora fundidos en la unión
familiar y la misma fe religiosa, se conviertieron en poco tiempo en
hispanogodos. Aunque la parte antigua de la legislación siguió
considerándolos oficialmente dos razas separadas durante 50 años más,
dichos preceptos legales estaban obsoletos al día siguiente de
publicarse el edicto de confirmación del III Concilio de Toledo, el
concilio que vio el nacimiento de un pueblo: España.
Su reinado en solitario había durado 15 años, 28 si sumamos los
asociados a su padre. Uno de los más longevos entre los visigodos, que
siempre se caracterizaron por mandatos cortos y preñados de luchas
intestinas y derrocamientos violentos. Por desgracia, la estabilidad del
nuevo régimen (católico y romanista), que hubiese podido convertir a
España en el reino más poderoso de Occidente (dadas las perpetuas luchas
intestinas de los francos y la debilidad de los demás soberanos), en
aquellos años de hierro dependía de la legitimidad de la sucesión
dinástica en una familia prestigiosa, y de la existencia de monarcas
fuertes y decididos. Recaredo sólo dejaba para sucederle a un hijo
ilegítimo de 17 años, llamado Liuva (Leova). Isidoro dijo
de él que era un muchacho virtuoso. Tristemente, no sería suficiente
para impedir que el caos y la inestabilidad se apoderaran de nuevo del
reino.
Fuente: Infocatólica