En el siglo V a C, el
historiador griego Tucídides afirmaba que los habitantes de la mitad occidental
de Sicilia eran iberos, una idea que fue repetida por otros autores helénicos
como Filisto de Siracusa, Éforo de Cumas y Estrabón. Éforo indicaba, además,
que los iberos habían sido los más antiguos pobladores de la isla. Por su parte
el geógrafo Pausanias relató que unos iberos dirigidos por Nórax, nieto del
mítico rey Gerión, se trasladaron a Cerdeña y fundaron en esta isla la ciudad
de Nora.
Las relaciones culturales
entre estas dos áreas geográficas se remontan a los inicios del Neolítico,
cuando se extendió el uso de la cerámica impresa y cardial en los países del
Mediterráneo occidental. La difusión de estas innovaciones culturales parece
haberse iniciado durante el VI milenio a C y alcanzó la Península Ibérica
en el V milenio a C. Varios grupos de agricultores prehistóricos pudieron
haberse desplazado de este a oeste en busca de nuevas tierras de cultivo,
llevando a cabo una lenta y paulatina colonización. Los que se establecieron en
nuestra península debieron de entremezclarse con la población anterior, de
origen paleolítico. Poco después se originó la cultura de los megalitos en las
costas atlánticas, que se difundió por el occidente europeo y llegó hasta las
islas de Cerdeña, Sicilia y Malta. Esta cultura continuó desarrollándose en la Península Ibérica
durante la Edad
del Cobre, época en que se inició el uso de la cerámica campaniforme en el
estuario del río Tajo. Desde las costas atlánticas, la cerámica campaniforme
también se difundió por una gran parte de Europa, incluyendo Cerdeña, Sicilia y
algunas zonas de Italia.
La cultura del vaso
campaniforme tuvo su final en el siglo XVIII a C, época en que floreció la
cultura de El Argar, sustituida a su vez por la cultura de Tartessos a partir
del siglo XII a C. Estas dos importantes culturas del sur de Iberia también
muestran algunos elementos que las relacionan con las culturas contemporáneas
de Sicilia y Cerdeña. De hecho, los contactos comerciales entre la isla de
Cerdeña y la
Península Ibérica fueron bastante frecuentes a finales de la Edad de Bronce, en los siglos
X y IX a C.
En Cerdeña se
había desarrollado la cultura nurágica entre los siglos XVIII y X a C, que
debe su nombre a la construcción de unas torres de piedra llamadas nuragas.
Esta cultura tiene sus paralelos en las islas Baleares, cuyos habitantes
ibéricos construyeron a su vez otras torres denominadas talayots, algunas de
las cuales son muy parecidas a las nuragas de Cerdeña. No obstante la cultura
balear de los talayots comenzó en una fecha más tardía que la cultura sarda de
las nuragas, de modo que la difusión de este tipo de construcciones debió de
producirse de este a oeste, a diferencia de lo que había ocurrido con los
megalitos y la cerámica campaniforme. Hay que señalar, por otra parte, que la
isla de Menorca fue llamada Nura, un nombre muy semejante al de la ciudad de
Nora y al de las nuragas. En Cerdeña también se documentan los topónimos Nurae
y Nurri, y en la propia Italia encontramos Nure y Nurae. En la lengua sarda
actual, “nurra” significa “montón de piedras”, lo cual nos proporciona la
etimología del término “nuraga”, cuyo origen debe de ser muy antiguo.
Respecto a Sicilia,
Tucídides cuenta que los habitantes de la parte occidental, denominados
sicanos, eran de origen ibero, aunque ellos creían ser los más antiguos
moradores de la isla. Otro autor griego del siglo III a C, Timeo de Taormina,
consideraba a los sicanos como un pueblo autóctono, mientras que Filisto de
Siracusa también pensaba que eran ibéricos. Es posible que ambos autores
tuviesen razón y que los llamados sicanos llevasen mucho tiempo asentados en la
isla pero aún conservasen un antiguo parentesco étnico y cultural con los iberos,
como puede deducirse del testimonio de Éforo de Cumas, otro autor del siglo IV
a C. También nos cuenta Tucídides que en la parte oriental de la isla vivían
los sículos, llegados a la isla desde Italia alrededor del año 1000 a C, cuando los sicanos
ya estaban asentados en ella. Actualmente se sabe que los sículos eran un
pueblo de lengua indoeuropea, muy diferente por tanto a los iberos. Los sículos
formaban parte de una gran migración de pueblos que penetraron en Italia desde
el norte a finales de la Edad
de Bronce.
Respecto a los nombres de
los sículos y los sicanos, que resultan tan parecidos, éstos debieron de ser
aplicados por los griegos que colonizaron Sicilia en los siglos VIII y VII a C,
en base a la denominación por la que fue conocida esta isla entre los pueblos
del mar Egeo. De hecho, el topónimo Sikelia, muy semejante a Sicilia, se
documenta en varios lugares de la antigua Grecia, y también se sabe que un
pueblo que vivía en una región costera del Egeo a finales de la Edad de Bronce fue llamado shekelesh por los egipcios y sikalayu por los sirios. Esta tribu de
origen egeo-anatólico, uno de los llamados Pueblos del Mar, podría haber dado
su nombre a la isla de Sicilia entre los siglos XIII y XII a C, ya que es muy
posible que estableciese entonces alguna colonia o factoría comercial en la
costa de Sicilia. Así pues, ni los sicanos de origen ibérico ni los sículos de
origen indoeuropeo debían de darse estos nombres a sí mismos, pues tales
denominaciones se explican simplemente por el hecho de haber ocupado dos
regiones diferentes de Sicilia. De hecho, los sículos debían de ser un grupo de
ítalos que se trasladó desde el suroeste de Italia hasta Sicilia, ya que
Filisto de Siracusa consideraba a Sicelo, el héroe epónimo de los sículos, como
el hijo de otro legendario patriarca llamado Ítalo. También el río Sicano de
Iberia, que suele identificarse con el Júcar o con el Segre, debió de recibir
este nombre de los navegantes griegos, y no de los iberos que poblaban la costa
oriental de nuestra península.
Por último hay que añadir
que el poeta romano Virgilio mencionó a los sicanos entre los antiguos
habitantes de Italia, pero posiblemente se refiriese a los “sículos” o ítalos
de origen indoeuropeo, y no a los “sicanos” de origen ibérico, ya que en su relato,
los sicanos van acompañados de los ausonios, otra tribu indoeuropea que suele
emparentarse con los ítalos.
En conclusión, las
relaciones culturales entre la Península Ibérica y las islas del mar Tirreno
fueron constantes desde el Neolítico hasta los inicios de la Edad de Hierro, y
probablemente llegaron a producirse contactos directos entre los habitantes de
estas dos zonas geográficas. Se puede deducir por tanto que existió un
parentesco étnico entre estas poblaciones prehistóricas del Mediterráneo occidental,
el cual se confirma a través de los testimonios de Tucídides, Filisto y Éforo.
Sin duda estos autores debieron de constatar la semejanza que existía entre los
iberos y los antiguos habitantes de Sicilia, en lo que respecta a sus
costumbres y a sus lenguas. Resulta además factible que, entre el III y el II
milenio a C, algunos grupos ibéricos se hubiesen trasladado hasta el noroeste
de África, una zona en la que también se difundió la cultura de los megalitos y
la cerámica campaniforme, y desde allí hubiesen llegado hasta las cercanas
islas de Sicilia y Cerdeña, o bien que hubiesen alcanzado estas islas desde las
Baleares. La presencia de iberos en Sicilia durante el II milenio a C, cuando
la isla era visitada por comerciantes cretenses y micénicos, explica las
innovaciones de origen egeo que se han encontrado en la cultura ibérica de El
Argar. Los sicanos podrían haber mantenido a su vez contactos comerciales con
sus antiguos parientes étnicos de Iberia y, de este modo, habrían desempeñado
el papel de intermediarios en ese proceso de difusión cultural desde el mar
Egeo hasta la
Península Ibérica.
FUENTES CLÁSICAS CITADAS
Éforo de Cumas (citado por
Estrabón en “Geografía” VI, 2, 4)
Estrabón, “Geografía” VI,
2, 4
Filisto de Siracusa
(citado por Diodoro Sículo en “Biblioteca Histórica” V, 6, 1 y por Dionisio de
Halicarnaso en “Antigüedades Romanas” I, 22, 4)
Pausanias, “Descripción de
Grecia” X, 17, 5
Timeo de Taormina (citado
por Diodoro Sículo en “Biblioteca Histórica” V, 6, 1)
Tucídides, “Historia de la Guerra del Peloponeso”
VI, 2
Virgilio, "Eneida" Libro VIII
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