martes, 3 de abril de 2018

300 españoles en la batalla de Buda

Foto: La actual Budapest, testigo de esta batalla que ha caído en el olvido. (iStock) 


Tras sortear no pocas dificultades, hacia el año 1684, Europa lograría una gran alianza para combatir de forma decidida a los invasores turcos. El entero este llevaba bajo la dominación turca más de 200 años desde que en el año 1453 cayera Constantinopla causando enorme consternación. El temor radicaba en que los otomanos eran habituales de los zarpazos progresivos a la par que arrancaban vastos territorios en su deslizamiento hacia Occidente; incluyendo a su tierra madre Anatolia, incluyendo los territorios en Oriente Medio y la vieja Europa, ya abarcaban más de cinco millones de kilómetros cuadrados. Había que pasar a la acción…
En 1529, una coalición –quizás el primer euroejército de la historia–, infligió una severa derrota a un descomunal y sorprendido ejército turco, que en un opresivo y asfixiante asedio, estuvo a punto de hacer claudicar a los agotados defensores de la icónica Viena.

Tras años de retiradas y derrotas, hacia 1686, la alianza de los europeos de aquel tiempo enviaría tropas mercenarias y voluntarios hacia el este para contener las veleidades expansionistas de los otomanos; entre ellos, había un fuerte destacamento de oficiales y profesionales de la milicia de origen peninsular y con muchas tablas en las lides bélicas. Alrededor de 75.000 hombres de armas –ninguno bisoño en las lides de la guerra– procedentes de todos los rincones de Europa, se dirigían lentamente hacia Buda, el antiguo bastión romano a la sazón ocupado por los del turbante.
Buda, la parte antigua de Budapest, está situada en un estratégico promontorio a la derecha del Danubio en su discurrir hacia el Mar Negro. En la antigüedad, era el limes natural donde las últimas fortificaciones del Imperio Romano daban testimonio de civilización frente a la zona izquierda del río, tenebrosa y mortífera para quienes se atrevían a adentrarse en ella.
Pero para que se diera esta convergencia de circunstancias, hay que decir que el cabreo general de la Monarquía Hispánica respecto a los turcos venía de lejos. Ya entonces, el largo brazo de la Puerta Sublime había alterado totalmente el orden estratégico en el Mediterráneo y los piratas de la costa berberisca acosaban con una frecuencia inaceptable las costas del levante peninsular. Además, para mayor abundamiento, los moriscos de las Alpujarras, en su rebelión de 1568, habían causado una alarma inusitada en el flanco sur de Europa. Hasta que la reacción de la Santa Liga en Lepanto en 1571 puso las cosas en su sitio.
Más la presión turca no cesaría y su osadía iría a más. Todos los mercados de Oriente Medio se nutrían de esclavos capturados al este de Buda y Viena, el trasiego de mujeres era incesante en dirección a los burdeles de Estambul, Damasco y Oran, los niños que acababan en la guardia personal de jenízaros del sultán de turno tenían más suerte, la mano de obra capturada en las razias perecía exhausta de hambre y agotamiento en la profusa obra civil de la época… Había que parar esto.
Entonces, el emperador germánico y rey húngaro Leopoldo I de Habsburgo, por vía materna nieto de Felipe III de España, decidió coger su “fusíl”.

El 24 de junio, la guarnición turca antes las acometidas de los artilleros peninsulares se replegaría encerrándose en la ciudadela. La resistencia se suponía tremenda, pues hay que recordar que el sultán, por lo general, era muy generoso con sus soldados si estos triunfaban, pero en el recuerdo de las fuerzas turcas gravitaba todavía la ejecución sumaria de Kara Mustafá, el Gran Visir turco allá por el año 1683 tras la derrota en Viena ante fuerzas cristianas muy inferiores, y esto los asediados lo tenían muy en cuenta.
Un durísimo e inmisericorde bombardeo de 24 horas diarias durante un mes no ablandaría la resistencia turca pero si abriría un enorme boquete en las murallas de Buda que se iría agrandando paulatinamente hasta que sus dimensiones harían inevitable la entrada en tromba de las tropas de la coalición.
El 22 de julio, una lluvia de bombas incendiarias hizo estallar el polvorín turco causando una mortandad impresionante entre los jenízaros allá acantonados; en primera línea trescientos soldados de élite de la Monarquía Hispana, como fuerza de choque de referencia, aguardaban el brutal encontronazo.
El cambio de posición de la artillería sugerido por los maestres de campo españoles acabaría por arruinar las defensas turcas. En el tercer día de septiembre al amparo de una noche iluminada por múltiples incendios, se lanzaría el último asalto a la fortaleza de Buda que para entonces era un escenario dantesco donde el hedor de los miles de cadáveres abandonados a su suerte.
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Los primeros soldados en entrar fueron los españoles, que encabezaban el asalto debido a la buena fama y al renombre que tenían. En aquella época se daba enorme importancia al hecho de quiénes eran los primeros en entrar durante los crudos asaltos en el interior de cualquier fortificación. La fama y reputación de las gentes de los tercios durante el asedio a Buda no defraudaron.
Don Manuel Diego López de Zúñiga, el ‘Buen Duque’ y una pléyade de españoles –lo más granado del ejército imperial–, caerían por docenas, muertos o heridos, en aquel trágico asalto.

Esta batalla, una de las angulares de la historia de Europa y bastante desconocida, permitiría perfilar o esbozar los futuros límites geográficos del gran proyecto que es hoy. Ante el ímpetu de la ofensiva, el intocable antaño ejercito del este, tendría que recular en el año del Señor de 1699 tras firmar un oneroso tratado de paz en Karlowitz, en lo que hoy es la actual Serbia.
Con el tiempo, otros actores irían sustituyendo a la Monarquía Hispánica en el devenir de los siglos hasta configurar las actuales fronteras de este magno e inacabado proyecto de interpares. Para la historia quedaría este episodio olvidado de los trescientos. Hoy, los reivindicamos del olvido.

sábado, 31 de marzo de 2018

Domingo de Resurrección

Imagen relacionadaEl Domingo de Resurrección o de Pascua es la fiesta más importante para todos los católicos, ya que con la Resurrección de Jesús es cuando adquiere sentido toda nuestra religión.
Cristo triunfó sobre la muerte y con esto nos abrió las puertas del Cielo. En la Misa dominical recordamos de una manera especial esta gran alegría. Se enciende el Cirio Pascual que representa la luz de Cristo resucitado y que permanecerá prendido hasta el día de la Ascensión, cuando Jesús sube al Cielo.
La Resurrección de Jesús es un hecho histórico, cuyas pruebas entre otras, son el sepulcro vacío y las numerosas apariciones de Jesucristo a sus apóstoles.
Cuando celebramos la Resurrección de Cristo, estamos celebrando también nuestra propia liberación. Celebramos la derrota del pecado y de la muerte. En la resurrección encontramos la clave de la esperanza cristiana: si Jesús está vivo y está junto a nosotros, ¿qué podemos temer?, ¿qué nos puede preocupar?
Cualquier sufrimiento adquiere sentido con la Resurrección, pues podemos estar seguros de que, después de una corta vida en la tierra, si hemos sido fieles, llegaremos a una vida nueva y eterna, en la que gozaremos de Dios para siempre.
San Pablo nos dice: “Si Cristo no hubiera resucitado, vana seria nuestra fe” (I Corintios 15,14).
Si Jesús no hubiera resucitado, sus palabras hubieran quedado en el aire, sus promesas hubieran quedado sin cumplirse y dudaríamos que fuera realmente Dios.
Pero, como Jesús sí resucitó, entonces sabemos que venció a la muerte y al pecado; sabemos que Jesús es Dios, sabemos que nosotros resucitaremos también, sabemos que ganó para nosotros la vida eterna y de esta manera, toda nuestra vida adquiere sentido.
La Resurrección es fuente de profunda alegría. A partir de ella, los cristianos no podemos vivir más con caras tristes. Debemos tener cara de resucitados, demostrar al mundo nuestra alegría porque Jesús ha vencido a la muerte.
La Resurrección es una luz para los hombres y cada cristiano debe irradiar esa misma luz a todos los hombres haciéndolos partícipes de la alegría de la Resurrección por medio de sus palabras, su testimonio y su trabajo apostólico.
Debemos estar verdaderamente alegres por la Resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. En este tiempo de Pascua que comienza, debemos aprovechar todas las gracias que Dios nos da para crecer en nuestra fe y ser mejores cristianos. Vivamos con profundidad este tiempo.
Con el Domingo de Resurrección comienza un Tiempo pascual, en el que recordamos el tiempo que Jesús permaneció con los apóstoles antes de subir a los cielos, durante la fiesta de la Ascensión.

Fuente: es.catholic.net

 

jueves, 1 de marzo de 2018

Encontrados fósiles humanos con una antiguedad de 200 millones de años, homo sapiens de 4 metros de altura.

Valladolid, 14 feb (EFE).- Dos ciclogénesis explosivas registradas en el norte de España en febrero y marzo de 2014 dejó al descubierto en San Vicente de la Barquera (Cantabria), después de sendos temporales, restos fósiles humanos que el antropólogo José María Ribero-Meneses ha datado en unos doscientos millones de años.
Sus facciones y morfología, con una cara y bóveda craneal rectas como rasgos esenciales, delatan "un 'homo sapiens' indiscutible como antepasado directo del hombre y muy diferente de los primates, simios y homínidos", lo que en su opinión invalida la teoría de la evolución formulada por Darwin en el siglo XIX, ha explicado a Efe.
Aquellas tormentas, que afectaron a casi toda la costa cantábrica, asolaron las playas de San Vicente de la Barquera hasta barrer entre tres y cuatro metros de arena de grosor que dejaron al descubierto los restos fósiles sobre los que este escritor, filólogo y profesor universitario ha construido la teoría que ya anticipó en su estudio "Cantabria, cuna de la humanidad" (1984).
Ahora la defiende con pruebas como el cráneo hallado, con una altura de 52 centímetros, una anchura de 42 y una circunferencia de 148, es decir un individuo gigante que vivió durante los periodos Triásico y Jurásico de la Era Mesozoica, entre 200 y 260 millones de años de antigüedad.
"Fue coetáneo de los dinosaurios, un ser anfibio que habitaba entre el mar y la tierra, de un altura enorme, casi cuatro metros, de vida muy longeva, más de doscientos años, y con una talla intelectual y física incomparablemente superior a la nuestra", ha precisado Ribero-Meneses (Valladolid, 1945) en una entrevista con la Agencia Efe, antes de pronunciar una conferencia en su ciudad natal.
Estos hallazgos, en su opinión, "suponen el entierro oficial de la teoría de la evolución de Darwin", sitúan al antepasado directo del hombre hace más de doscientos años y desbordan los cálculos de los restos hallados en la Sierra de Atapuerca, fechados en algo menos de un millón de años.
La tesis de Ribero-Meneses, por tanto, contradice la cronología convencional impuesta por la teoría darwinista y señala como puntos de apoyo recientes descubrimientos en Bulgaria y en el continente africano de restos humanos con varios millones de antigüedad, "muy superiores a los de Atapuerca que no se por qué los llaman fósiles, porque envejecen a partir de los 800.000 años y para convertirse en piedra "hacen falta más de cien millones".
Este antropólogo y filólogo también se apoya en la destrucción por parte del afamado Smithsonian Institute de Antropología, fundado en 1846 y con sede en Washington, que en el año de 1900 compró y destruyó varios centenares de esqueletos de hombres gigantes, "la mayor parte completos y pertenecientes a la misma familia de los restos que poseo yo", ha precisado.
"Al aparecer esos esqueletos gigantes y darse cuenta de que hundían la teoría de Darwin, decidieron destruirlos en el que pasa por ser el mayor atentado contra el patrimonio de la humanidad cometido hasta la fecha, ya que su investigación podría haber descubierto el origen del hombre", apoyados por la consideraciones religiosas que interpretaron esos vestigios "como algo demoniaco".
De esa manera "salvaron la teoría de Darwin y, de paso, evitaron el hundimiento de las cátedras de esa gente que vive tan bien a costa de ella; no puede haber más intereses creados y necedad humana: así ha funcionado la ciencia antropológica hasta hoy", ha observado este profesor que sitúa en el mar el origen del hombre, y no de los simios ni de los homínidos.
Los restos de San Vicente de la Barquera, algunos de una tonelada de peso, se encuentran "en perfecto estado" y en su opinión rebaten el "dislate darwinista". EFE

Fuente: http://www.lavanguardia.com/vida/20180214/44776088691/antropologo-situa-en-200-millones-de-anos-el-antepasado-directo-del-hombre.html 



lunes, 26 de febrero de 2018

EL origen histórico de la Fiesta del Purim

El origen de una celebración de odio

 El origen de la Fiesta del Purim está descrito en la Biblia desde el Libro de Esther, texto del TanajAntiguo Testamento que la Iglesia Católica ha canonizado y sacramentado por situar su historicidad en el judaísmo. En él puede leerse cómo una prostituta judía llamada Esther, ocultando sus orígenes judíos, consigue hacer con sus favores que el Rey Asuero de Persia (Identificado como Jerjes I), dé muerte al Primer Ministro Amán, a sus diez hijos y a más de 75.000 persas, muchos de ellos mientras dormían, colocando en su lugar a Mardoqueo, pariente de Esther.
En la época de su pleno apogeo, el Imperio Persa se extendía desde las fronteras de la India hasta África. En su capital, la Ciudad de Susa, tenía su trono imperial el Rey Asuero, quien ebrio de poder y de fortuna, buscaba, lujurioso, jóvenes muchachas para su Harén Palatino. Fué entonces cuando un proxeneta judío llamado Mardoqueo, pensó que había llegado la tan esperada oportunidad de ganar influencia sobre el poderoso monarca por medio de una de sus bellas "pupilas": Esther.
De la mano de Mardoqueo, Esther se presentó en el Palacio Imperial como candidata al Harén. Los esclavos eunucos la bañaron con fragancias y perfumes, cubrieron su cuerpo escultural con bellas vestiduras y la adornaron con joyas preciosas. Así, la llevaron a presencia del Rey, quien sucumbió ante la posesiva sensualidad de la joven prostituta judía.
Poco tiempo después, comienza a desarrollarse dentro de los muros del Palacio Imperial, la intriga conspirativa judaica: dos Consejeros del Rey, siempre leales servidores del Imperio, fueron injustamente ejecutados porque Mardoqueo, a través de Esther — pronto convertida en la todopoderosa Preferida del Harén — había hecho llegar al Rey la falsa noticia de que dichos Consejeros estaban proyectando un atentado regicida.
Asuero se dejaba engañar por Mardoqueo. El Rey, absorto por las hechicerías de Esther, no se daba cuenta de que aquella Masonería judía que actuaba en el interior del Palacio Imperial, tramaba conjuras subversivas contra la unidad y la integridad del Imperio.
Contrariamente al Rey, el Primer Ministro del Imperio, Amán, ejemplo de lealtad y patriotismo, conocía la perversidad intrínseca de los judíos y sabía, también, hasta que punto crecía en el pueblo Persa la cólera contra los explotadores judíos enquistados en las altas esferas de la Corte Real. Amman se hizo portavoz de la voluntad popular y con toda sinceridad expuso al Rey las preocupaciones por su nación:
Amán, conocido por su elevado criterio, por su total dedicación y por su fidelidad a toda prueba, que es la segunda persona más importante del Imperio, nos ha hecho la siguiente denuncia: Mezclado con las diversas tribus de la Tierra, se halla un pueblo que es enemigo de todos, cuyas leyes son contrarias a las de las otras naciones y que constantemente está desobedeciendo nuestras disposiciones, de tal manera que impide que podamos gobernar como conviene para el bien de todos. Comprobamos, en efecto, que esta nación es distinta a las demás, que está en declarada oposición con toda la humanidad, que debido a sus leyes lleva un tipo de vida extraño, que es contrario a nuestros intereses y que comete los peores crímenes, hasta el extremo de amenazar la seguridad de nuestro reino. En vista de esto hemos ordenado, como lo menciona en sus cartas Amán, que toda esa gente sea exterminada por la espada, incluyendo a sus mujeres y niños, sin consideración ni miramiento alguno, el 14 del duodécimo mes del año, o sea, el mes de Adar. Así irán a parar al infierno el mismo día los enemigos del orden de ayer y de hoy, y tendremos en adelante un régimen estable y tranquilo.
Esther, 13:3-7

Ante el temor de que sus siniestros planes fueran descubiertos y abortados, el judío Mardoqueo, utilizando una vez más a la meretriz Esther, preparó inmediatamente una respuesta a las leales advertencias del patriota Amman, con el fin de acelerar el proceso de dominación sobre aquel rey pusilámine, entregado a vicios y perversiones. En medio de una bacanal etílica y sexual, completamente borracho, le concedió a Esther todo lo que la prostituta le pidió.
... La Santa Esther no quedó todavía satisfecha y consiguió que el rey enviara carta sellada a todos los gobernadores ordenando que en cada ciudad fuesen a estar con los judíos y les mandasen juntarse todos a una y estuviesen apercibidos para defender sus vidas, y matasen y exterminasen a todos sus enemigos con sus mujeres e hijos, y todas sus casas y que saqueasen sus despojos....
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Mardoqueo y Ester, artífices de la conquista mediante subversión, de Persia.


Ahíto de vino y perturbado por las interesadas caricias de la impúdica mujerzuela, Asuero ordenó ahorcar a su fiel Amman y a sus jóvenes hijos, cometiendo así un espantoso crimen de Estado. Y acto seguido, en medio de una alucinadora fornicación con Esther, Asuero firmó un Edicto Real en el que otorgaba plenos poderes ejecutivos al judío Mardoqueo.
La primera medida adoptada por el encumbrado tirano, fue la creación de una horda de sicarios judíos que en las 127 provincias del Imperio desataron una orgía sangrienta contra la indefensa población civil nacional. Fue un verdadero genocidio, un auténtico Holocausto. Más de 75.000 Persas (entre ellos mujeres, niños y ancianos) fueron salvajemente degollados, en aquella jornada de los días 13 y 14 "del mes de Adar". Así mismo, las propiedades de los masacrados, fueron confiscadas por Mardoqueo. Y en recuerdo de aquella jornada de terror, barbarie y saqueo, los rabinos judíos decretaron una fecha de festín y regocijo, la Fiesta del Purim, que desde entonces celebran.
Tan alegre puso al judaísmo esta carnicería, que se instuyó la tradición de celebrar la masacre por la eternidad de los tiempos "con banquetes y convites", con el nombre de Fiesta del Purim, o Fiesta de las Suertes.

Nota: Hemos de tener en cuenta que en esos años la población mundial era muchísimo menor que hoy en dia, había alrededor de 100 millones de personas en todo el mundo, con lo cual estamos ante uno de los mayores exterminios de la humanidad, proporcionalmente hablando.

A esta historia se refería  Julius Streicher cuando justo antes de ser colgado en Nuremberg, dijo: " Purimfest 1946. Ahora estaré con Dios".

Fuente: Wikipedia, Antiguo testamento.


martes, 16 de enero de 2018

Recaredo, primer rey de España

Tras la muerte de Leovigildo en abril de 586, su hijo Recaredo (Reikareiks), asociado al trono varios años antes, regresó desde Septimania a Toledo para ser proclamado rey por los nobles en una innovadora ceremonia al estilo bizantino. Se trataba de la segunda sucesión pacífica dentro de la misma familia, un hito de estabilidad no visto en 100 años entre los godos. Heredó de su padre un reino unido, fuerte, con el tesoro público saneado, y con una sociedad dividida en godos dominadores e hispanorromanos dominados en vías de fusionarse, tras la abolición hecha por Leovigildo de la ley que prohibía los matrimonios mixtos. Únicamente persistía la separación religiosa, que ya afectaba a los propios godos, divididos entre los tradicionalistas arrianos y los cada vez más numerosos conversos al catolicismo.

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El gobierno de Recaredo se apoyó en varios nombres clave: de su padre había heredado una incipiente corte o cubiculum, copiada de la imperial, cuya cabeza era el duque Argimundo, estrecho colaborador de Leovigildo. Recaredo buscó como consejera a su madrastra Godsuinta, la reina viuda, de gran peso por sus relaciones familiares tanto dentro de la nobleza goda como con los reyes francos, con los que había emparentado. Más significativo es el apoyo que Recaredo tuvo en el duque de la provincia Lusitania, llamado Claudio. Este personaje supone un cierto misterio histórico. El nombre es romano, y los germanos jamás ponían a sus hijos nombres romanos. Existen dos hipótesis: una supone que en efecto el duque era hispanorromano, lo cual constituiría un caso absolutamente extraordinario de nombrar a un hispano para un cargo administrativo militar (un romano solo podía ostentar cargos civiles con autoridad exclusiva sobre romanos, nunca sobre godos). La otra hipótesis sugiere que Claudio se trataba de un godo que (como era costumbre en aquellos años) al convertirse al catolicismo había cambiado su nombre por uno romano. Esto elimina la anomalía de nombrar a un romano para un cargo militar, pero es fuertemente sugestiva de novedades sustanciales en el reino: con Leovigildo, los godos católicos habían sido perseguidos. Ahora, uno de ellos se convertía en la mano derecha del rey.

Durante su reinado, Recaredo siempre honró la memoria de su padre, pero es evidente que no compartía todas sus acciones. La primera decisión que tomó fue el arresto y ejecución de Sisberto, el carcelero que había degollado a su hermano mayor Hermenegildo un año atrás. Siguiendo la política de Leovigildo en sus últimas disposiciones, anuló los castigos a los católicos: el monje Juan de Biclaro vio levantado su destierro en Barcelona y regresó a su monasterio, y al obispo de Sevilla, Leandro, se le permitió regresar de Constantinopla (ciertamente hay un debate al respecto, pues algunos opinan que ya regresó en los últimos meses de Leovigildo).
No obstante, el primer asunto que hubo de atender fue la guerra en curso que los francos tenían declarada al reino desde 585. De hecho, durante su viaje primaveral a Toledo para su coronación, el duque franco de Aquitania Desiderio (teóricamente vasallo del rey franco de Neustria, pero en la práctica independiente), había tratado de aprovechar su ausencia para tomar la ciudad de Carcasona. Tras derrotar inicialmente a los defensores, había fracasado en el asalto a las murallas, hallando la muerte y siendo puestas en fuga sus tropas. Por consejo de su madrastra Godsuinta, Recaredo envió embajadores a los reyes francos demandando la paz. La embajada a Austrasia encontró eco favorable en la regente Brunequilda, hija de Godsuinta, que gobernaba en nombre de su hijo de 11 años, Childeberto II, y consintió en firmar la tregua con el nuevo rey godo (sin duda, la ejecución de Sisberto había sido buena prueba de la buena voluntad de Recaredo para hacer justicia). Pero en Borgoña los propósitos de paz fracasaron. Tal vez sea comprensible en cierto modo: el rey Gontrán, primogénito de Clotario y nieto del gran Clodoveo, había sido derrotado y capturado en la desastrosa expedición que su padre y su tío habían dirigido contra el valle del Ebro en el año 541, sufriendo la humillación de pagar rescate a los godos por su liberación; había visto a su tía Clotilde morir por los maltratos de su esposo godo, a su sobrina Ingunda padecer persecución y morir en el destierro por sus suegros godos. El rey de Borgoña albergaba demasiado rencor personal y se negó a recibir a los embajadores de Recaredo, cerrando la frontera entre su reino y la provincia septimania. En represalia, los visigodos llevaron a cabo varias expediciones punitivas en el bajo Ródano.
Entre finales de 586 y principios de 587 podemos situar el camino de conversión personal de Recaredo al catolicismo. Es imposible saber con precisión cuando sintió el príncipe vacilar sus convicciones arrianas. Al igual que en el caso de Constantino, el cálculo político y la fe personal pesaron en una proporción cuyo alcance es difícil de calibrar. Si bien Recaredo arriesgó menos que aquel emperador al modificar la situación religiosa del reino, no es menos cierto que en su vida personal fue mucho más piadoso y ejemplar. La primera noticia cierta que tenemos data de enero de 587, cuando convocó un encuentro con los obispos arrianos del reino (con la autoridad que le proporcionaba ser la cabeza religiosa de la iglesia arriana en Hispania), en la que les propuso que se reunieran con los obispos católicos para hallar la verdadera fe. El rey estaba preocupado por la división religiosa del reino, y la debilidad que acarreaba. Los arrianos aceptaron, y tuvo lugar un inusual sínodo a finales del mes, en el que obispos arrianos y católicos debatieron. Desconocemos en profundidad cómo se desarrollaron las discusiones, pero sí sabemos un detalle revelador: el rey intervino para recordar que en tiempos de su padre un obispo arriano había fracasado al tratar de curar a un ciego, y que no se conocía ningún milagro obrado por obispos arrianos, mientras abundaban los atribuidos a católicos. Era evidente que Recaredo había comenzado a modificar su postura, y la mayoría de los obispos arrianos abandonaron el sínodo sin querer abjurar de su fe. En febrero de 587, se reunió discretamente con varios obispos católicos (entre ellos Leandro de Sevilla) y les declaró su convencimiento de la verdad del catolicismo, siendo ungido en el mismo acto con el crisma santo y bautizado en la fe católica.
Un rey visigodo, por primera vez en la historia, se había convertido al catolicismo de los romanos. Aunque la conversión fuese puramente personal, era impensable que eso no tuviese consecuencias en una iglesia nacional y regalista como la arriana, y aunque fuese secreta, no tardó mucho tiempo en ser conocida, pues el abandono del rey de los cultos arrianos, de los que era presidente, no podía pasar inadvertido. En abril del mismo año se hizo notoria, cuando el rey ordenó que la iglesia de Santa María, la más importante de Toledo, fuese confiscada a los arrianos, consagrada en católico y entregada al metropolitano de la capital, como nueva sede. En la corte comenzaron a producirse conversiones oficiales en cadena, comenzando por la reina viuda, Godsuinta, y el obispo arriano de Toledo, Uldila.



El resto del año 587 lo dedicó Recaredo a la diplomacia con los francos. Tras el fracaso del primer intento de matrimonio con la princesa Ringhuntis de Neustria en 584, había tenido un hijo ilegítimo ese mismo año, al que puso por nombre Liuva. Aprovechando sin demora su flamante posición como monarca católico, envió ahora una nueva embajada a Austrasia, que ofreció a Brunequilda y Childeberto II sellar una alianza por medio de su matrimonio con Clodosinda, hermana menor de la infortunada Ingunda y del joven rey franco, ofreciendo su conversión religiosa y 10.000 sueldos de oro como garantía. Probablemente también hizo entrega de las ciudades de Juvignac y Corneilhan, pertenecientes a Septimania y que por esta época pasaron a dominio franco. Madre e hijo aceptaron la alianza, el dinero, las ciudades y las explicaciones de Recaredo, proclamando solemnemente que el rey godo no tenía culpa alguna de la muerte en cautiverio de Ingunda y el asesinato de su esposo. En cuanto a la mano de Clodosinda, adoptaron una actitud menos colaboradora, remitiendo a los embajadores a la decisión del rey de Borgoña que había apadrinado a su sobrino austrasiano. Eso era tanto como decir que no, pues Gontrán de inmediato se opuso al acuerdo matrimonial. Su odio era muy profundo, y no se conmovía con el bautismo del rey godo. El matrimonio con Clodosinda jamás tuvo lugar, y Recaredo se casó poco después con una noble visigoda llamada Baddo, de la que no tendría descendencia.
Si el rey pensaba que sus únicos problemas iban a venir de Borgoña, estaba muy equivocado. La aparente docilidad con la que los godos arrianos habían aceptado el nuevo estado de cosas era engañosa. A principios de 588, Sunna, el obispo arriano de Mérida, la capital de Lusitania, urdió una conjura de amplio alcance entre los godos de la provincia, tanto arrianos como algunos que habíanse convertido al catolicismo y que abjuraron en secreto. Incluía a varios condes ciudadanos, entre los que conocemos los nombres de Vagrila, Viterico y Segga (probablemente el conde de la capital provincial), el cual sería proclamado rey y restauraría el arrianismo. El plan era que Viterico asesinara al obispo católico Masona (que había sufrido persecución bajo Leovigildo) y al duque de Lusitania Claudio, el consejero militar del rey; otros conjurados prepararon el asesinato de las autoridades hispanorromanas de Mérida en la Pascua, mientras se dirigían en procesión desde la ciudad hasta la basílica de santa Eulalia extramuros, escondiendo las espadas en carros de trigo. El conde Viterico se presentó ante el duque Claudio y delató toda la trama. Fueron capturados todos los cabecillas, salvo Vagrila, que se acogió a sagrado en la iglesia de santa Eulalia. Los conjurados fueron enviados a Toledo: al cabecilla Segga se le aplicó el castigo de los usurpadores, amputándole las manos (igual que a los ladrones) y desterrándolo a Galicia. A Sunna, el rey le prometió un obispado en otra provincia si se convertía al catolicismo, pero el prelado rechazó la oferta, contestando con orgullo que estaba dispuesto a morir por el arrianismo. Es inevitable que acuda a nuestro recuerdo el caso exacto, pero opuesto, de Leovigildo con Masona, que también rechazó el premio a cambio de la abjuración. Sunna se exilió en Mauritania, donde se dice que hizo muchas conversiones al arrianismo antes de morir. Claudio preguntó al rey qué hacer con el refugiado Vagrila, y este ordenó la entrega del traidor y su familia como esclavos, y todos sus bienes, a la iglesia de Mérida. El compasivo obispo Masona, no obstante, le puso en libertad generosamente devolviéndole todos sus bienes sin más penitencia que una muy curiosa y simbólica: correr un trecho delante del caballo del diácono Redempto. Las iglesias y sus bienes que Leovigildo había incautado en 582 a los católicos para entregarlas a los arrianos, fueron ahora devueltas.

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Pero esta no era la única conjura en curso en el año 588: en Septimania el obispo arriano de Narbona, Atahaloc, y los condes ciudadanos Granista y Wildigerno prepararon una rebelión para destronar a Recaredo y restaurar el arrianismo. Mas prudentes que los emeritenses, se pusieron en contacto secretamente con el rey Gontrán de Borgoña, el cual les garantizó su ayuda. Podemos ver aquí lo relativo de la causa religiosa en las querellas de este siglo: un rey católico auxiliando a unos rebeldes arrianos contra su legítimo y católico rey. Mientras dejamos a estos conspiradores preparando su acción, nos trasladamos a Toledo, donde Recaredo se llevó un susto de consideración, al descubrirse una nueva conjura, esta vez dentro de su propia corte, a principios de 589: nada menos que su madrastra Godsuinta y el obispo Uldila, que planeaban destronarle. Aunque en este caso no hay constancia expresa, parece que de nuevo la restauración del arrianismo era el motivo principal, pues aprentemente ambos habían abjurado en secreto de su reciente conversión pública. La anciana Godsuinta murió de forma natural al poco de descubrirse la conjura. La ferviente arriana había sido una figura fundamental en la historia del reino los últimos 30 años: esposa del rey Atanagildo, al que dio dos hijas que se convirtieron en reinas de Neustria y Austrasia (la menor, Brunequilda fue figura importantísima en la historia de los reinos francos); enlazada en segundas nupcias con el rey Leovigildo, con quién formó equipo inseparable, casó a su hijastro Hermenegildo con su nieta Ingunda, a la cual maltrató por no convertirse al arrianismo, provocando en cierto modo la guerra civil que siguió. Consejera de su otro hijastro Recaredo, concluyó su agitada vida tras ser detenida y procesada por traición. En cuanto a Uldila, fue desterrado a una provincia desconocida.
Agobiado por la agitación que su nueva profesión religiosa estaba produciendo en todos los visigodos del reino, Recaredo decidió acelerar el proceso, convocando un sínodo que sellara la conversión general de toda la nación goda (en virtud de su autoridad real) a la fe católica. El 5 de mayo de 589 derogó la ley que prohibía los concilios católicos, y solo 3 días después presidió en persona la apertura del III Concilio general de Toledo, el más trascendental de todos los concilios toledanos. A él asistieron todos los obispos católicos, mas los arrianos abjurados, así como muchos nobles godos, entre ellos todos los miembros del aula regia (la corte). La dirección eclesiástica corrió nominalmente a cargo del veterano perseguido Masona de Mérida, pero fue Leandro de Sevilla (el auténtico fatuor de la conversión de la familia real) el alma del mismo, auxiliado por Eutropio, abad de Servitanum (cerca de Játiva). El rey entregó un tomo al concilio para su lectura. En él, “declara anatema las enseñanzas de Arrio, Macedonio, Nestorio, Eutiques y demás heresiarcas condenados, y reconoce como verdadera la doctrina de los concilios de Nicea, Calcedonia, Éfeso y Constantinopla”. También recordaba que había llevado a la fe a la nación de los godos y a la de los suevos (oficialmente arrianos de nuevo tras la conquista de su reino por Leovigildo 4 años atrás). Los obispos prorrumpieron en aclamaciones y acciones de Gracias a Dios. El rey se levantó y condenó las herejías, confirmando todos los artículos del credo católico. A continuación repitió sus palabras la reina Baddo, y después los 8 obispos arrianos abjurados, los sacerdotes y los magnates godos. Todos ellos firmaron los 23 artículos de condena de cada una de las afirmaciones heréticas arrianas. Políticamente, esta conversión de iure de toda la nación goda al catolicismo, tuvo una importancia difícil de exagerar. En la práctica, significaba la entrada del reino en el conjunto de naciones de la Cristiandad, sujeta en lo doctrinal a las enseñanzas de los concilios ecuménicos y a la autoridad del obispo de Roma. En lo material suponía, sencillamente, que godos e hispanorromanos ya no estaban separados por ningún obstáculo, y desde ese momento, constituían un solo pueblo. Había nacido el reino católico de España.
Aparte de esta fundamental acción política, el concilio trató de muchos temas disciplinares, y los mismos padres conciliares reconocieron cuánto daño había hecho a la Iglesia la prohibición de realizar concilios durante casi 40 años: se ordenó la separación a los sacerdotes que conservaban su mujer tras el ordenamiento (incluyendo los arrianos, entre los que era práctica habitual), se excomulgaba a los que casaran forzadamente a solteras o viudas que hubiesen tomado votos, se prohibía las demandas entre clérigos ante los tribunales civiles, se amonestó a los obispos injustos con sus sacerdotes, se estimuló a desterrar la idolatría y las prácticas mágicas que todavía persistían, se castigó duramente el infanticidio, se prohibieron los cantos y danzas paganos en los oficios divinos o las celebraciones de santos, etc. También se tomaron disposiciones para evitar que los judíos poseyesen esclavos cristianos, ordenándoles venderlos a cristianos o liberarlos.
Vale la pena recordar otras dos normas de trascendencia ulterior. El concilio mandó que en la misa se dijera el símbolo confesado por el rey y los abjurados, y cuyo probable inspirador fuerse el obispo Leandro, basándose en el símbolo niceno, con lo que la Iglesia en España fue la primera en introducir el Credo en el canon. Por otra parte, el rey encargó directamente a los obispos la supervisión de algunas tareas de la administración civil: los jueces e inspectores del tesoro debían presentarse ante los obispos para ser aleccionados acerca de cómo tratar al pueblo y no cargarle impuestos injustos. No solo eso, sino que el obispo debía notificar al rey las irregularidades cometidas por los funcionarios, o pagar el desfalco de su propio peculio. Es una insólita ley sin precedentes, que convertía a los consagrados en parte del entramado civil, empleando su prestigio, su formación y su probidad en beneficio de la administración pública. Conservamos un documento de 592 en el que los obispos de la provincia Tarraconense supervisan y dan su aprobación a los precios fijados por los funcionarios del tesoro al pago del trigo y la cebada. Recaredo mostraba abiertamente su mayor confianza en los eclesiásticos que en sus propios subalternos, emitiendo un “edicto de confirmación del Concilio” al estilo de los emperadores orientales, por el que todas las disposiciones del mismo adquirían rango de ley, imponiendo penas de confiscación y destierro a los que las desobedeciesen. Era el fin oficial de la iglesia arriana nacional goda, y el nacimiento del cesaropapismo católico en el reino hispano. Desde ese momento todos los concilios católicos generales fueron confirmados por edictos reales, era sólo cuestión de tiempo que se convirtieran en los mecanismos de legislación y gobierno del nuevo reino.
Al concluir el concilio, Leandro de Sevilla escribió una jubilosa carta al obispo de Roma, sede ocupada ese mismo año por Gregorio Magno (con quién había hecho amistad cuando ambos residían en Constantinopla), informándole de los resultados del mismo. Aplicando de forma inmediata las disposiciones del concilio, todas las iglesias y posesiones arrianas fueron otorgadas a la Iglesia católica, y los arrianos que se negaron a abjurar, apartados de los cargos públicos. Una consecuencia indeseable (al menos para el historiador), fue la quema de todos los libros litúrgicos arrianos por orden real. Ninguno de ellos ha llegado hasta nuestros días, y solo conocemos la biblia gótica de Ulfilas (empleada por todos los arrianos) por copias conservadas en Escandinavia. De ese modo, nuestro conocimiento de la iglesia arriana es escaso y fragmentario.
La primera contestación a los resultados del concilio llegó de Septimania, irónicamente por medio de un enemigo católico, donde los conjurados a los que antes aludíamos guiaron a un poderoso ejército de francos, aquitanos y borgoñones, comandado por el duque Boso, de entre 7.000 y 10.000 hombres (algun autor habla hasta de 50.000) enviado a la provincia por el rey Gontrán en verano de 589. El conde Wildigerno abrió las puertas de Carcasona a la columna comandada por el noble franco Austrovaldo. Recaredo, ante la gravedad de la situación, puso al ejército real al mando de su general de confianza, el duque de Lusitania, Claudio. Llegado a la región, y conociendo su gran inferioridad numérica, Claudio ideó una estratagema: se acercó con una fuerza casi ridícula (unos 300 hombres) a las proximidades de Carcasona. Boso salió con todo su ejército y Claudio simuló huir, siendo perseguido hasta un pequeño valle junto al río Aude, donde tuvo lugar la batalla. Allí los francos fueron sorprendidos por la espalda por el grueso del ejército godo, que les aguardaba escondido, y sufrieron una espantosa derrota. Murieron 5000 de ellos y los godos triunfantes, en su persecución, capturaron otros 2000 y saquearon su campamento. El obispo arriano Athaloc murió al poco de forma natural, y se desconoce como acabaron los traidores condes Wildigerno y Granista.
Fue el último fracaso del rencoroso Gontrán de Borgoña, que murió en 592 sin haber podido ejecutar su venganza contra los godos, antes sufriendo derrota tras derrota. Sin hijos que le sobrevivieran, su reino pasó a su sobrino Childeberto II de Austrasia.
Sobre esta batalla escribiría unos años más tarde el hermano menor del obispo Leandro de Sevilla, Isidoro, llamado a ser uno de los más grandes eruditos de la alta edad media en la Cristiandad, que contaba entonces unos 33 años, en estos términos: “Ninguna victoria de los godos fue mayor, siquiera igual, a esta”. Se puede decir que con la victoria de Aude Recaredo y Claudio se desquitaron con 82 años de retraso de la jornada de Vouillé.
A finales de ese mismo año de 589 se celebraron dos concilios provinciales, uno de la Bética en Sevilla (iglesia del Sagrado Jerusalén), y otro de la Septimania en Narbona, dedicados íntegramente a combatir la simonía, el abarraganamiento de los clérigos y la persistencia de prácticas idolátricas en el pueblo. El levantamiento de la prohibición de la convocatoria de concilios supuso un alivio enorme para la Iglesia española, muy necesitada de acabar con los abusos establecidos e impulsar de nuevo la acción pastoral.
Todavía tendría Recaredo en 590 que preocuparse de una nueva conjura contra su trono, esta vez en la propia aula regia, encabezada nada menos que por el comes cubiculorum Argimundo. Una vez desenmascarada, Argimundo sufrió la amputación de su mano derecha y la decalvación, y la corte fue depurada de conspiradores. En este caso, parece que no existía motivación religiosa, y se trató simplemente de una usurpación de poder.
Ese año concluye la crónica de Juan de Biclaro, la fuente contemporánea más completa y rigurosa para concer los reinados de Leovigildo y Recaredo. Una lástima porque a partir de este momento apenas sabemos nada del reinado de Recaredo, el cual, en cualquier caso, parece haber conocido una época de gran estabilidad, tras los ajetreados primeros años.
Principalmente conservamos registros epistolares, que nos revelan a un rey profundamente piadoso. En 590 envió varios abades portando regalos y la noticia de su conversión al catolicismo al papa Gregorio. Desafortunadamente, su nave naufragó cerca de Marsella, y a duras penas lograron salvarse, regresando a la corte. Enterado Recaredo de que un emisario papal estaba en Málaga (entonces en poder de los bizantinos), le hizo llegar un cáliz de oro con una gema engastada como regalo para el pontífice. En abril de 591, el papa envió dos cartas: una a Leandro de Sevilla, caudillo espiritual de la Iglesia en España, en la que (además de recomendar la inmersión bautismal simple para los conversos del arrianismo) felicitaba al obispo por su labor catequética junto al rey, recomendándole que se asegurase de la buena formación del monarca, y de que no se desviara del camino emprendido. La otra carta que le acompañaba estba dirigida a Recaredo, calificando su conversión de milagrosa, y bendiciéndole por haber “salvado a todo un pueblo”, en alusión a los godos. A la vuelta de este mensaje, el rey católico envió a Roma 300 vestidos nuevos para los pobres de San Pedro. Gregorio declaró mártir a Hermenegildo en 594, sin duda con la complacencia de su hermano menor, y en en 597 redimió a 4 esclavos cristianos vendidos por los francos a un judío de Narbona. La correspondencia entre ambos protagonistas todavía tendría un último capítulo en 599, cuando el papa escribió a Recaredo reiterando sus bendiciones, con mayor entusiasmo, dado que el paso del tiempo había confirmado la firmeza del rey en su conversión y la de los godos, y felicitándole por rechazar una gran suma de dinero que varios judíos ricos le habían ofrecido para derogar la ley que les prohibía tener esclavos cristianos o convertirlos al judaísmo.
En los años del reinado de Recaredo se convocaron varios concilios provinciales más (Zaragoza 592, Toledo 597, Huesca 598, Barcelona 599), todos discilpinarios, que muestran el vigor que la Iglesia recuperó (e incluso incrementó) con el tandem de gobierno formado por Recaredo y el obispo Leandro. El rey multiplicó iniciativas piadosas: fundó en 593 el monasterio de Silos, dedicado a Santa María y san Sebastián, se preocupó personalmente del caso de Tarra, un monje expulsado de su monasterio de Cauliana (cerca de Mérida) acusado de inmoralidad, y donó una corona votiva hecha de fina orfebrería al monasterio del Bienaventurado Félix en Gerona. También continuó y completó el Codex Revisus, el nuevo corpus legislativo iniciado por su padre para corregir y actualizar el antiguo código de Eurico. Sus tres nuevos cuerpos de leyes, por primera vez, afectaban tanto a godos como a romanos.
Tras diez años de paz, prosperidad y florecimiento de la Iglesia católica, Leandro murió a finales de 599 o principios de 600, siendo sucedido en la silla de Sevilla por su hermano Isidoro. Había hecho mucho por la conversión de la familia real y la nación goda al catolicismo. Recaredo no tardó en seguirle, falleciendo de muerte natural en diciembre de 601, en Toledo. Era el tercer monarca sucesivo del mismo linaje (con lo que suponía en aquella época de estabilidad para un reino siempre convulso), y el cuarto consecutivo que moría pacíficamente. Su obra fue capital para comprender la naturaleza del definitivo reino visigodo y, a la postre (dada su influencia en la edad media cristiana), de la propia España. Su conversión personal y la subsiguiente de todo el pueblo godo al catolicismo supuso la creación de una nueva nación, en la que godos y romanos, ahora fundidos en la unión familiar y la misma fe religiosa, se conviertieron en poco tiempo en hispanogodos. Aunque la parte antigua de la legislación siguió considerándolos oficialmente dos razas separadas durante 50 años más, dichos preceptos legales estaban obsoletos al día siguiente de publicarse el edicto de confirmación del III Concilio de Toledo, el concilio que vio el nacimiento de un pueblo: España.
Su reinado en solitario había durado 15 años, 28 si sumamos los asociados a su padre. Uno de los más longevos entre los visigodos, que siempre se caracterizaron por mandatos cortos y preñados de luchas intestinas y derrocamientos violentos. Por desgracia, la estabilidad del nuevo régimen (católico y romanista), que hubiese podido convertir a España en el reino más poderoso de Occidente (dadas las perpetuas luchas intestinas de los francos y la debilidad de los demás soberanos), en aquellos años de hierro dependía de la legitimidad de la sucesión dinástica en una familia prestigiosa, y de la existencia de monarcas fuertes y decididos. Recaredo sólo dejaba para sucederle a un hijo ilegítimo de 17 años, llamado Liuva (Leova). Isidoro dijo de él que era un muchacho virtuoso. Tristemente, no sería suficiente para impedir que el caos y la inestabilidad se apoderaran de nuevo del reino.


Fuente: Infocatólica